Las
Aventuras de Robinson Crusoe Por Daniel Defoe
Capítulo I Obsesión marinera
Nací el 1632, en la ciudad de York, donde mi
padre se había retirado después de acumular una no despreciable fortuna en el
comercio. Mi nombre original es Róbinson Kreutznaer, pero debido a la costumbre
inglesa de desfigurar los apellidos extranjeros quedó convertido en Crusoe,
forma que ahora empleamos toda la familia.
Tenía yo dos hermanos mayores. Uno de ellos,
que era militar, fue muerto en la batalla de Dunquerque, librada contra los
españoles. En cuanto al segundo, no sé la suerte que haya corrido. Como yo no
tenía profesión alguna, mi padre, que aunque de edad avanzada me había educado
lo mejor que pudo, pretendía que estudiara leyes. Pero mis inclinaciones eran
distintas. Dominábame el deseo de hacerme marino y de correr por los mares las
más diversas aventuras.
Esto iba contra la voluntad de mi padre, que
me había amonestado repetidas veces, así como contra los cariñosos consejos y
súplicas de mi madre. Pero todo hacía parecer que un secreto destino me
arrastraba hacia una vida llena de peligros. Un día en que mi madre parecía
estar más contenta que de costumbre, le volví a plantear el problema de mi
pasión por ver mundo, rogándole que tratara de persuadir a mi padre a fin de
que me diera el permiso para realizar un viaje por mar. Le dije que más le
valdría concederme el permiso que obligarme a tomármelo por mi propia cuenta,
prometiéndole, en caso de desistir después de dicha vida errante, recuperar el
tiempo que hubiera perdido redoblando mis esfuerzos. A todo esto, mi madre se
apenó mucho, como es de suponerse, manifestándome que sería trabajo inútil
tratar el asunto con mi padre.
Luego me advirtió que, si insistía en tales
desatinos, no veía ella ningún remedio, pero que sería vano tratar de alcanzar
el consentimiento paterno ni el suyo, puesto que no estaba dispuesta a
contribuir a mi desgracia. Pese a ello, luego supe que le había contado a mi
padre todo cuanto le hablé, y que éste le confesó la poca fe que tenía en los
esfuerzos de ambos por disuadirme, añadiendo que yo acabaría por imponer mi
voluntad. Y así sucedió un año más tarde. Cierto día, hallándome en Hull,
encontré a un compañero que estaba a punto de partir para Londres en un barco
de su padre. Me invitó a acompañarlo, diciéndome para animarme que no me
costaría nada el pasaje. En esta forma, y sin siquiera haber pedido la
bendición paterna ni implorado la protección del cielo, me embarqué en aquel
navío que llevaba carga para Londres.
Fue el primero de septiembre de 1651, el día
más fatal de mi vida. Dudo de que jamás haya existido un joven aventurero cuyos
infortunios empezasen más pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas
la embarcación hubo salido del río Humber, cuando se desencadenó un fuerte
viento y el mar se agitó sobremanera. Como era la primera vez que navegaba, el
malestar y el pánico se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu, sumiéndome en
una angustia muy difícil de expresar. En esos momentos empecé a reflexionar
sobre la justicia de Dios, que castigaba a quien había desoído el mandato de
sus padres, insensible a los ruegos y a las lágrimas maternas. La voz de mi conciencia,
que aún no estaba endurecida como lo estuvo luego, me acusaba vivamente por
haberme apartado de mis deberes más sagrados.
La tempestad arreciaba a cada momento y las
olas se revolvían enfurecidas, y aunque aquello fuese poco en comparación con
lo que me estaba reservado ver más adelante, y sobre todo pocos días después,
era ya lo suficiente para impresionar a un marino en ciernes como yo. Por
momentos esperaba ser tragado por las aguas, y cada vez que el barco cabeceaba
creía tocar el fondo del mar para no salir más de él. En aquel trance de
angustia hice varias veces el voto de renunciar a semejantes aventuras si es
que lograba salvarme, para en lo sucesivo acogerme a los prudentes y sabios
consejos paternos. Dicha resolución duró, sin embargo, muy poco tiempo.
Al día
siguiente, en cuanto el viento hubo amainado y el mar se aquietó, empecé a
serenarme, aunque me sentía fatigado por el mareo. Al atardecer el viento había
cesado por completo y el ambiente se había despejado para dar paso a una noche
tranquila. Al mismo tiempo empezaban a borrarse de mi mente los buenos
propósitos que horas antes había formulado. Aquella noche dormí muy bien, de
suerte que, lejos de sentirme molesto por el mareo, me encontré animado y
fuerte.
Contemplaba admirado el mar que la víspera se
había ofrecido tan terrible y bravo y que tan sereno y tranquilo se mostraba en
aquel instante. Me hallaba embebido en tales ideas cuando mi compañero, el
joven que me había embarcado en semejante aventura, temiendo que persistiera en
mis propósitos de enmienda, se aproximó y, dándome un golpecito en las
espaldas, me dijo:
—Apostaría cualquier cosa a que anoche tuviste
miedo, y eso que no fue sino una pequeña ráfaga de viento. —¡Cómo! —exclamé—.
¿Llamas una pequeña ráfaga de viento a lo que fue un temporal terrible? —¿Un
temporal? —me contestó—.
¡Eres un
inocente! ¡Si no ha sido nada! Además, nosotros nos reímos del viento cuando
tenemos un buen barco. ¿Ves ahora qué hermoso tiempo hace? Vamos a preparar un
ponche... Para abreviar este triste pasaje de mi historia, sólo diré que
seguimos las viejas costumbres marinas: se hizo el ponche, me emborraché, y en
aquella noche de libertinaje quebranté todos mis votos, olvidé todos mis
arrepentimientos acerca de mi conducta pasada y todas mis resoluciones para el
futuro. Cierto es que tuve algunos momentos de lucidez y que volvían a mi mente
los buenos pensamientos; pero yo los rechazaba, dedicándome a beber y cuidando
de estar siempre acompañado a fin de evitarlos.
En esta forma, a los cinco o seis días logré
sobre mi conciencia un triunfo tan completo como pudiera ambicionarlo un joven
que busca ahogar sus desasosiegos. Al sexto día de navegación fondeamos en la
rada de Yarmouth. Teniendo viento contrario, adelantamos poco después de la
tempestad, viéndonos precisados a echar el ancla en dicho sitio y permanecer en
él, pues el viento siguió soplando del sudoeste siete u ocho días consecutivos,
durante los cuales muchos barcos de Newcastle se refugiaron en la misma rada.
Con todo, no habríamos dejado transcurrir
tanto tiempo sin llegar a la embocadura del río si no hubiera sido tan fuerte
el viento. Al octavo día, llegada la mañana, arreció aún más éste y se llamó a
toda la tripulación para una maniobra de urgencia. Habiéndose puesto muy gruesa
la mar, el castillo de proa se hundía a cada momento y las olas inundaban el
barco. El temporal era terrible y yo veía el asombro y el pánico dibujados en
los rostros de los marineros. Pese a que el capitán era un hombre que no se
arredraba fácilmente ante el peligro, le oí exclamar en voz baja estas
palabras:
—¡Dios mío, apiádate de nosotros! ¡Estamos
perdidos! Entretanto, yo me había tendido, inmóvil y helado de espanto, en mi
camarote junto al timón, no pudiendo decir cuál era el estado de mi ánimo.
La vergüenza me atormentaba al acordarme de mi
primer arrepentimiento que tan luego había olvidado por un increíble
endurecimiento de mi corazón. Al salir del camarote para ver lo que sucedía
fuera, presencié el espectáculo más terrible que jamás hubiera visto: las olas,
que se alzaban como montañas, rompían a cada momento contra nosotros. Por todas
partes sólo se veía desolación. Por cerca de nosotros pasaron enormes buques
sumamente cargados, que arrastraban sus mástiles rotos. Nuestros tripulantes
afirmaban que acababa de irse a pique un barco que se encontraba a no más de
una milla de nosotros.
Otras embarcaciones iban a la deriva,
arrancadas de sus anclas por la furia de las olas y arrastradas a alta mar. A
la caída de la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron autorización al
capitán para cortar el palo trinquete, a lo que accedió. Una vez cortado aquél,
agitábase tan violentamente el palo mayor, que hubo necesidad de deshacerse
también de éste, con lo que la cubierta quedó completamente llana. La tempestad
no cedía y nuestro barco, aunque bueno, iba tan hundido debido a la sobrecarga,
que nos hacía pensar que pronto se iría a pique. Para colmo de males, a eso de
la medianoche un hombre que había bajado, por orden del capitán, al fondo de la
bodega para inspeccionarla, dijo que en ésta había un boquete por el que hacía
agua. La sola llamada que hicieron a todos para que acudieran a la bomba me
produjo tal impresión que caí de espaldas en mi cama. Mas los tripulantes
vinieron a sacarme de mi desmayo, diciéndome que si hasta entonces no había
servido yo para nada, en aquel momento era tan eficaz como cualquier otro para
manipular la bomba.
Me incorporé
y, encaminándome a ésta, trabajé vigorosamente. Entretanto pasaban estas cosas,
el capitán ordenó disparar un cañonazo en señal del extremo peligro en que nos
encontrábamos. Pero yo, que ignoraba lo que aquello significaba, quedé muy
sorprendido y pensé que se había destrozado el barco. Me desmayé en el acto,
tardando bastante tiempo en volver en mí.
La bomba seguía trabajando, pero el agua
continuaba anegando la bodega y, por más que la tempestad había empezado a
disminuir, todo nos hacía pensar en que el buque iba a zozobrar. Como ya no era
posible pretender alcanzar algún puerto, se siguieron disparando cañonazos en
señal de socorro. Un barco pequeño, que a la sazón pasaba a nuestro lado, nos
lanzó un bote en el cual, y no sin muchas dificultades y riesgos, pudimos
entrar. No habían pasado quince minutos que habíamos abandonado el barco cuando
lo vimos zozobrar. Confieso que cuando los tripulantes me dijeron que se iba a
pique, casi ya no podía distinguir los objetos, pues desde el momento en que
entré en el bote estaba como petrificado, no tanto por el miedo cuanto por mis
propios pensamientos, que me anticipaban todos los horrores del futuro.
Momentos después, y cuando el bote se elevaba por encima de las enormes olas,
distinguimos a lo largo de la orilla una gran cantidad de gente que acudía a
auxiliarnos.
Nuestros tripulantes remaban con denuedo, pero
apenas lográbamos avanzar hacia la costa. Por otra parte, mientras no
consiguiéramos pasar el faro de Winterton no podríamos llegar a tierra, pues
más allá la costa, por la parte de Cromer, replegándose hacia el Oeste, nos
ponía al abrigo de la violencia del viento. En dicho lugar, y no sin grandes
esfuerzos, pusimos por fin y felizmente pie en tierra. Desde allí fuimos
caminando a Yarmouth, donde se nos trató con gran consideración, tanto por
parte de las autoridades, que nos facilitaron buenos alojamientos, cuanto por
la de los comerciantes y armadores, que nos dieron suficiente dinero para
llegar a Londres o para regresar a Hull, según nos conviniera.
En dicha
oportunidad debí tener la prudencia de elegir el camino de Hull para volver a
la casa paterna. Pero, como contaba con el dinero suficiente para ello, decidí
ir primero a Londres por tierra. Tanto en esta ciudad como durante el trayecto,
tuve largos debates conmigo mismo acerca del modo de vida que debía seguir. Se
trataba de resolver si había de regresar a casa o si habría de embarcarme
nuevamente.
A medida que pasaba el tiempo se iba borrando de mi memoria el
recuerdo de la última desgracia, continuando en cambio la invencible
repugnancia que sentía hacia la idea del regreso al hogar.
Imaginábame que todo
el vecindario me señalaría con el dedo y que tanto ante mis padres cuanto ante
los demás habría de sentirme avergonzado. En esta forma el amor propio pudo más
que la razón y decidí embarcarme nuevamente en algún buque que zarpara hacia
las costas del África, o, según el lenguaje corriente de los marineros, hacia
Guinea.
Capítulo II Un esclavo tras su libertad
Cuando llegué
a Londres tuve la suerte de caer en muy buenas manos, cosa nada corriente en un
joven tan precipitado y aturdido como yo era. La primera persona que conocí fue
un capitán de barco que acababa de llegar de Guinea, después de un viaje que le
había dado buenos resultados, razón por la cual tenía resuelto regresar
nuevamente. Le agradó mucho mi conversación y, habiéndome oído decir que sentía
vivos deseos por conocer mundo, me ofreció que me embarcara con él,
adelantándome que ello no me significaría el menor gasto y que, si deseaba
llevar algunos objetos conmigo, gozaría de todas las ventajas que puede brindar
el comercio.
Habiéndole aceptado su ofrecimiento al
capitán, que era un hombre honrado y sincero, invertí en dicha empresa la suma
de cuarenta libras esterlinas, que gasté en quincallería, siguiendo su consejo.
Dicho dinero logré reunirlo con la ayuda de algunos parientes que, según tengo
entendido, habían persuadido a mis padres a que secretamente contribuyeran a mi
primera aventura. Debo decir que, de todos mis viajes, aquél fue el único que
me produjo verdaderas ventajas, debiéndoselo sin duda alguna a la buena fe y
generosidad del capitán. Entre éstas obtuve el haber aprendido regularmente las
matemáticas y las reglas de la navegación, a calcular con exactitud el
recorrido de un barco, a orientar debidamente el velamen, y, en general, todo
aquello que no puede ignorar un marino.
Esto, sin considerar
el aspecto comercial, ya que traje por mi cuenta cinco libras y nueve onzas de
oro en polvo, lo que en Londres convertí en unas trescientas libras esterlinas.
Pero dicho éxito, al alentarme vastos proyectos inmediatos, causó a la postre
mi total ruina. A los pocos días de nuestra llegada a Londres murió mi buen
amigo el capitán del barco. Pese a ello, resolví repetir el viaje, dejando
depositadas en manos de su viuda doscientas libras esterlinas y llevando las
cien restantes convertidas en quincallería. En esta forma volví a hacerme a la
mar en el mismo barco, con un hombre que en el anterior viaje había sido piloto
y ahora lo gobernaba. El viaje fue de lo más desdichado. Cuando nos
encontrábamos entre el archipiélago de las Canarias y las costas de África,
fuimos sorprendidos por un corsario turco de Salé, que venía dándonos caza a
toda vela. Por nuestra parte, dimos al viento todas las nuestras tratando de
escapar, pero, al ver que no dejaría de alcanzarnos en algunas horas, nos
aprestamos para el combate.
El barco corsario llevaba a bordo dieciocho
cañones, mientras que el nuestro sólo contaba con doce. En el primer ataque, el
corsario sufrió una equivocación, pues, en vez de atacarnos por la popa, como
era su intención, descargó su andanada sobre uno de nuestros costados, y
entonces nosotros se la devolvimos con ocho de nuestros cañones. En esta forma
lo hicimos retroceder, pero antes nos lanzó una segunda andanada y descargó su
mosquetería, que estaba manejada por doscientos tiradores. Nuestros hombres,
aun con esto, se mantuvieron firmes y no tuvimos heridos.
El corsario renovó el combate, pero ahora
llegando por el otro lado al abordaje. Saltaron a nuestra cubierta unos sesenta
de los suyos, que empezaron a cortar mástiles y jarcias, mientras que nosotros
los recibimos con mosquetes y granadas. Dos veces los rechazamos de nuestra
cubierta, pero, finalmente, y habiendo quedado desmantelado el barco y muertos
tres de nuestros hombres y otros ocho heridos, nos vimos obligados a rendirnos
y fuimos llevados prisioneros a Salé, puerto que pertenece a los moros.
El trato que recibí en dicho lugar no fue tan
terrible como lo esperaba. El capitán del corsario, viéndome joven y ágil, se
quedó conmigo como su participación en el botín, evitando así el que fuera
llevado con los demás al lugar de la residencia del emperador. Sin embargo,
dicha situación, que de hombre libre me transformaba en esclavo, me angustió
sobremanera. Las palabras proféticas de mi padre, cuando me dijo que llegaría a
ser un miserable y que no tendría a nadie que me socorriera en la desgracia,
acudieron a mi memoria. Con todo, aquello no sería sino una muestra de las
mayores calamidades que habrían de sucederme todavía.
Mi nuevo amo
me llevó a su casa, en la que desempeñaba los oficios ordinarios de un
doméstico. Sin embargo, y como había dispuesto que me acostase en su camarote
para cuidar el barco, no hacía sino forjar planes para evadirme de la
esclavitud. Pasaron así dos largos años sin que se me presentara la menor
oportunidad de ejecutar mis fantásticos proyectos. Las únicas veces que
conseguía navegar con la chalupa era para hacerle compañía cuando salía a
entretenerse pescando en la rada. En dichas oportunidades me llevaba consigo,
así como también a un joven esclavo moro, a fin de que remáramos y lo
ayudáramos en la pesca, faena en la que yo era bastante hábil. Él se mostraba
tan contento que, algunas veces, me enviaba a pescar con un pariente suyo
llamado Muley y con el joven esclavo, a condición de que le pasáramos de
nuestra pesca una porción para su comida. Un día resolvió salir en la chalupa a
pescar y divertirse con tres moros de familias distinguidas, para lo que había
ordenado provisiones especiales que fueron embarcadas la víspera.
A mí me encargó que tuviera listas las tres escopetas
con pólvora y municiones, pues también quería recrearse con la caza de algunas
aves. A la mañana siguiente me encontraba yo en la chalupa con todas las cosas
arregladas para recibir dignamente a sus huéspedes, cuando vi venir a mi patrón
completamente solo, pues sus invitados habían diferido la partida a causa de
sus ocupaciones. Sin embargo, me dijo que saliese a pescar con la chalupa,
acompañado, como de costumbre, por el hombre y el joven aludidos, pues esa
noche tenía que cenar con sus amigos y precisaba provisiones. Inmediatamente
renació en mí el deseo de libertarme de la esclavitud y, pensando que en pocos
momentos más tendría a mi disposición un pequeño barco, empecé a prepararme, ya
no para la pesca, sino para recuperar mi libertad, aunque ignorante del rumbo
que debería luego seguir.
A tal fin hice llevar a la chalupa cuantos
alimentos y herramientas podrían serme útiles, tendiéndole finalmente al moro
un lazo en el cual cayó. —Muley —le dije—, nosotros tenemos las escopetas de
nuestro amo; ¿no podríamos traer pólvora y municiones para cazar por nuestra
cuenta algunas aves marinas? —Sí —respondió—, voy a buscarlas.
Una vez que Muley regresó y estuvimos
provistos de todo lo necesario, salimos del puerto sin que los guardias del
castillo hicieran caso alguno de nosotros, puesto que nos conocían. El viento
soplaba del norte, lo que era contrario a mis deseos, ya que con el del sur
hubiera alcanzado las costas españolas o, por lo menos, entrado en la bahía de
Cádiz. Pero, resuelto como yo estaba a libertarme de aquella indigna
servidumbre, todo lo demás me traía sin cuidado. Largo rato estuvimos pescando
sin resultado alguno, por que, cuando sentía que algún pez picaba, no tiraba
del anzuelo por temor de que lo viese el moro.
Finalmente, le dije: —Aquí no conseguimos nada
y, como nuestro amo desea estar bien servido, es preciso que nos alejemos más.
Como Muley no tenía ninguna malicia, estuvo de acuerdo y, dirigiéndose a proa,
largó las velas. Yo, desde el timón, conduje la chalupa cerca de una milla más
allá, después de lo cual arrié las velas para simular que pescaba. Luego,
dejando el timón al muchacho, me aproximé al moro, que seguía en la proa, y,
fingiendo agacharme para recoger alguna cosa que se hallara detrás de él, lo
levanté de ambas piernas arrojándolo al mar. No tardó el moro en volver a la
superficie, pues nadaba muy bien; me llamó y suplicó para que le dejase subir a
bordo, prometiéndome que me seguiría hasta el fin del mundo. Nadaba con tanto
vigor y el viento soplaba tan débilmente, que muy pronto iba a alcanzarnos.
Entonces tomé una de las escopetas y, apuntándole, le dije: —Mirad, amigo: no
es mi intención causaros daño alguno, siempre que permanezcáis sereno.
Sabéis nadar lo bastante para llegar a tierra
y, como el mar está tranquilo, aprovechaos de su calma para regresar y separarnos,
así como buenos amigos. Pero en caso de que intentéis subir a bordo, os abriré
la cabeza de un tiro, pues estoy resuelto a recobrar mi libertad. A estas
palabras nada respondió, sino que dio la vuelta empezando a nadar hacia tierra.
Siendo un nadador magnífico, estoy seguro de que llegó sin novedad a la costa.
Después que Muley se hubo alejado, me volví al
joven esclavo moro, llamado Xuri, y le dije: —Xuri, si prometes serme fiel, te
trataré en la mejor forma; pero tendrás que jurarlo por Mahoma. En caso
contrario te arrojaré también al mar. El muchacho me dirigió una sonrisa y me
habló en forma tan inocente, que desvaneció toda desconfianza. Juróme fidelidad
y seguirme a donde yo quisiera.
Cuando el moro desapareció de mi vista y
empezó a oscurecer, cambié el rumbo de la embarcación hacia el sudoeste,
cuidando de no apartarme demasiado de tierra. Como tenía viento favorable,
recorrí tanto que al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando divisé
tierra de lejos, calculé hallarme a ciento cincuenta millas al sur de Salé, muy
distante ya de los dominios del emperador de Marruecos.
Durante cinco
días seguí navegando a favor de aquel viento, sin divisar ningún barco de Salé.
Al cabo de dicho tiempo cambió el viento y, temiendo que si venía algún barco
en mi persecución no dejaría de darme caza, me aventuré a aproximarme a la
costa y anclar en la embocadura de un río desconocido. Al anochecer entramos en
la pequeña bahía, pues tenía el propósito de ir a nado a recorrer aquellos
parajes en cuanto fuera noche cerrada para procurarnos agua fresca. Pero, en
cuanto hubo oscurecido, oímos unos ruidos tan horribles, producidos seguramente
por fieras desconocidas por nosotros, que el pobre muchacho me suplicó vivamente
que no desembarcara hasta que fuera de día. A sus ruegos le dije:
—Bien, Xuri; ahora no desembarcaré; pero de
día corremos el riesgo de que nos vean hombres tan peligrosos como las mismas
fieras. —En ese caso —me contestó riendo—, les pegaremos un tiro para que
huyan. Me complació verlo tan animado y, para fortalecerlo más, le di una
copita de licor.
Echamos el
ancla con la intención de dormir, pero no había manera de hacerlo. Durante
algunas horas vimos cómo se lanzaban al agua unos animales gigantescos,
revolcándose y profiriendo alaridos horrísonos. No es posible dar una idea
exacta de los espantosos rugidos y gritos que se elevaban desde la orilla. Esto
me hizo ver que habíamos hecho muy bien en ser prudentes y no aventurarnos de
noche por aquellos lugares.
De todos
modos, nos veíamos obligados a desembarcar en algún sitio para abastecernos de
agua dulce. Xuri me expresó que si lo dejaba ir a tierra con un jarro, él
descubriría el lugar donde había agua y me la traería. Cuando le pregunté por
qué quería ir él en vez de que lo hiciera yo, me respondió con el mayor cariño:
—Porque si hay salvajes, me comerán a mí y vos
os podréis salvar. —Iremos los dos, querido Xuri —le respondí—; y si
encontramos salvajes, los mataremos y así ninguno de los dos les servirá de
presa. Una vez que aproximamos la chalupa a tierra, saltamos ambos sin llevar
otra cosa que nuestras armas y dos jarras. El muchacho descubrió un lugar algo
más bajo que se internaba una milla en tierra. Se precipitó hacia dicho sitio,
pero poco rato después lo vi volver corriendo.
Inmediatamente
supuse que se había encontrado con algún salvaje o fiera peligrosa que lo
perseguía y salí rápidamente a su encuentro. Cuando estuve bastante cerca de él
vi que algo colgaba de su hombro: era un animal que había cazado, muy semejante
a una liebre, aunque de otro color y con las patas más largas. Una vez que nos
regalamos con la pieza y llenamos nuestras jarras, nos dispusimos a emprender
de nuevo nuestra ruta.
Como yo no
llevaba ninguno de los instrumentos indispensables para la navegación, no sabía
exactamente en qué lugar me encontraba. De todos modos, pude juzgar que esa
región estaba entre las tierras del emperador de Marruecos y la Nigricia.
Alguna vez creí distinguir de día el Pico de Teide de la isla de Tenerife,
habiendo intentado adentrarme en el mar para llegar a ella. Pero tanto los
vientos en contrario como la misma mar, demasiado gruesa para mi frágil
chalupa, me obligaron a retroceder hacia la costa.
Un día, ya de madrugada, fuimos a fondear a un
pequeño cabo, esperando que la marea que subía nos llevase más adelante. Xuri,
que tenía la vista más aguda que yo, me dijo en voz baja que nos alejásemos de
la orilla. —¿No veis —añadió— aquel terrible monstruo que duerme tendido al pie
de la colina? Dirigí la mirada hacia el lugar que me señalaba, descubriendo en
efecto un monstruoso animal: era un enorme león, echado sobre el declive de una
altura. —Xuri —le dije entonces—, anda a tierra y mátalo. El muchacho pareció
asustarse muchísimo, pues me contestó:
—¿Matarlo yo?
¡Si me tragaría de un bocado! De inmediato cargué las tres escopetas y,
apuntándole detenidamente a la fiera, traté de hacer blanco en su cabeza. Pero,
como se hallaba acostada de modo que con una pata se cubría el hocico, las
balas le hirieron alrededor de la rodilla rompiéndole el hueso. Se incorporó
rugiente, pero, sintiendo la pata rota, volvió a echarse. Nuevamente se levantó
y empezó a rugir de un modo aún más horrible.
Yo, algo sorprendido de no haberle dado en la
cabeza, cogí la segunda escopeta y le disparé un segundo tiro, mientras la
fiera iniciaba la huida. Esta vez tuve más suerte, ya que le di en el blanco
propuesto, cayendo la fiera mortalmente herida. Esto animó a Xuri de tal modo
que, una vez que le concedí el permiso que me había pedido, se lanzó al agua
con una escopeta en un brazo y nadando con el otro hasta ganar la orilla. Se
abalanzó sobre la fiera, rematándola con un tercer disparo hecho a boca de
jarro en la oreja.
Luego pensé que la piel de aquel león nos
podría ser de alguna utilidad y resolví despellejarlo. En dicha labor Xuri fue
mi maestro, pues yo no sabía cómo empezar. Esto nos llevó todo el día. Después
tendimos la piel en el camarote, la que al cabo de dos días estuvo seca y la
hice servir de colchón. Continuamos navegando siempre hacia el sur por espacio
de diez días más, y pude observar que la costa estaba habitada. Eran negros y
no llevaban vestidos.
Como le manifestara a Xuri mis deseos de
desembarcar, me advirtió prudentemente de los peligros que correríamos,
haciéndome desistir. Con todo, bogué cerca de la costa para poderles hablar,
mientras que ellos corrían a lo largo de la playa. Entonces pude observar que
no llevaban armas, excepto uno de ellos que portaba un pequeño bastón. Xuri me
explicó que se trataba de una lanza que los negros sabían arrojar muy lejos y
con gran destreza, en vista de lo cual me detuve a una respetuosa distancia y
les pedí por señas que nos dieran algo de comer.
A su vez ellos me dieron
a entender que irían a buscar provisiones, mientras nosotros arriábamos la
vela. Dos de ellos corrieron tierra adentro para volver antes de media hora,
trayendo dos trozos de carne seca y granos, que, aunque no sabíamos de qué
especie eran, los aceptamos. Solamente faltaba saber con qué precauciones
podríamos tomar aquellas provisiones, pues yo no tenía deseos de ir a tierra y
los salvajes, por su parte, nos temían. Entonces adoptaron un medio tan
conveniente para ellos como para nosotros: dejaron en la orilla lo que tenían
que darnos y luego se retiraron hacia el interior; mientras tanto, nosotros
fuimos por las provisiones y las trajimos a la chalupa, dejándoles a cambio una
botella de licor, que luego ellos retiraron.
Igual
procedimiento seguimos para que nos renovaran el agua de nuestras jarras. Con
aquellas provisiones icé nuevamente la vela y proseguimos navegando hacia el
sur durante once días, sin aproximarnos a la costa. Entonces pude observar que
el continente entraba bastante en el mar y tuve que dar un largo rodeo para
contornearlo. Desde allí vi claramente otras tierras en el lado opuesto,
cayendo en la cuenta de que por un lado tenía el Cabo Verde y por el otro las
islas del mismo nombre. Estaba yo indeciso sobre hacia cuál de ambos extremos
debía hacer rumbo, ya que si el viento arreciaba bien podía impedirme llegar a
cualquiera de ellos.
Gracias profe. Yulis.
ResponderEliminarGracias profe yuli🙏👍👍👍👍👍👍
EliminarGracias Profe. Yulis...Atte. Valeria Castro Niño. 7B.
ResponderEliminarGracias profesora YULIS. SARA MILENA VÁSQUEZ 7B
ResponderEliminarGracias profe Yulis
ResponderEliminarJOSÉ MANUEL GONZÁLEZ ARRIETA 7B
🖒👏👏👏👏
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