martes, 4 de febrero de 2020

TEXTO DE AVENTURA PARA 7°


Las Aventuras de Robinson Crusoe Por Daniel Defoe
Capítulo I Obsesión marinera

 Nací el 1632, en la ciudad de York, donde mi padre se había retirado después de acumular una no despreciable fortuna en el comercio. Mi nombre original es Róbinson Kreutznaer, pero debido a la costumbre inglesa de desfigurar los apellidos extranjeros quedó convertido en Crusoe, forma que ahora empleamos toda la familia.

 Tenía yo dos hermanos mayores. Uno de ellos, que era militar, fue muerto en la batalla de Dunquerque, librada contra los españoles. En cuanto al segundo, no sé la suerte que haya corrido. Como yo no tenía profesión alguna, mi padre, que aunque de edad avanzada me había educado lo mejor que pudo, pretendía que estudiara leyes. Pero mis inclinaciones eran distintas. Dominábame el deseo de hacerme marino y de correr por los mares las más diversas aventuras.

 Esto iba contra la voluntad de mi padre, que me había amonestado repetidas veces, así como contra los cariñosos consejos y súplicas de mi madre. Pero todo hacía parecer que un secreto destino me arrastraba hacia una vida llena de peligros. Un día en que mi madre parecía estar más contenta que de costumbre, le volví a plantear el problema de mi pasión por ver mundo, rogándole que tratara de persuadir a mi padre a fin de que me diera el permiso para realizar un viaje por mar. Le dije que más le valdría concederme el permiso que obligarme a tomármelo por mi propia cuenta, prometiéndole, en caso de desistir después de dicha vida errante, recuperar el tiempo que hubiera perdido redoblando mis esfuerzos. A todo esto, mi madre se apenó mucho, como es de suponerse, manifestándome que sería trabajo inútil tratar el asunto con mi padre.

 Luego me advirtió que, si insistía en tales desatinos, no veía ella ningún remedio, pero que sería vano tratar de alcanzar el consentimiento paterno ni el suyo, puesto que no estaba dispuesta a contribuir a mi desgracia. Pese a ello, luego supe que le había contado a mi padre todo cuanto le hablé, y que éste le confesó la poca fe que tenía en los esfuerzos de ambos por disuadirme, añadiendo que yo acabaría por imponer mi voluntad. Y así sucedió un año más tarde. Cierto día, hallándome en Hull, encontré a un compañero que estaba a punto de partir para Londres en un barco de su padre. Me invitó a acompañarlo, diciéndome para animarme que no me costaría nada el pasaje. En esta forma, y sin siquiera haber pedido la bendición paterna ni implorado la protección del cielo, me embarqué en aquel navío que llevaba carga para Londres.

 Fue el primero de septiembre de 1651, el día más fatal de mi vida. Dudo de que jamás haya existido un joven aventurero cuyos infortunios empezasen más pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación hubo salido del río Humber, cuando se desencadenó un fuerte viento y el mar se agitó sobremanera. Como era la primera vez que navegaba, el malestar y el pánico se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu, sumiéndome en una angustia muy difícil de expresar. En esos momentos empecé a reflexionar sobre la justicia de Dios, que castigaba a quien había desoído el mandato de sus padres, insensible a los ruegos y a las lágrimas maternas. La voz de mi conciencia, que aún no estaba endurecida como lo estuvo luego, me acusaba vivamente por haberme apartado de mis deberes más sagrados.

 La tempestad arreciaba a cada momento y las olas se revolvían enfurecidas, y aunque aquello fuese poco en comparación con lo que me estaba reservado ver más adelante, y sobre todo pocos días después, era ya lo suficiente para impresionar a un marino en ciernes como yo. Por momentos esperaba ser tragado por las aguas, y cada vez que el barco cabeceaba creía tocar el fondo del mar para no salir más de él. En aquel trance de angustia hice varias veces el voto de renunciar a semejantes aventuras si es que lograba salvarme, para en lo sucesivo acogerme a los prudentes y sabios consejos paternos. Dicha resolución duró, sin embargo, muy poco tiempo.

Al día siguiente, en cuanto el viento hubo amainado y el mar se aquietó, empecé a serenarme, aunque me sentía fatigado por el mareo. Al atardecer el viento había cesado por completo y el ambiente se había despejado para dar paso a una noche tranquila. Al mismo tiempo empezaban a borrarse de mi mente los buenos propósitos que horas antes había formulado. Aquella noche dormí muy bien, de suerte que, lejos de sentirme molesto por el mareo, me encontré animado y fuerte.

 Contemplaba admirado el mar que la víspera se había ofrecido tan terrible y bravo y que tan sereno y tranquilo se mostraba en aquel instante. Me hallaba embebido en tales ideas cuando mi compañero, el joven que me había embarcado en semejante aventura, temiendo que persistiera en mis propósitos de enmienda, se aproximó y, dándome un golpecito en las espaldas, me dijo:

 —Apostaría cualquier cosa a que anoche tuviste miedo, y eso que no fue sino una pequeña ráfaga de viento. —¡Cómo! —exclamé—. ¿Llamas una pequeña ráfaga de viento a lo que fue un temporal terrible? —¿Un temporal? —me contestó—.

¡Eres un inocente! ¡Si no ha sido nada! Además, nosotros nos reímos del viento cuando tenemos un buen barco. ¿Ves ahora qué hermoso tiempo hace? Vamos a preparar un ponche... Para abreviar este triste pasaje de mi historia, sólo diré que seguimos las viejas costumbres marinas: se hizo el ponche, me emborraché, y en aquella noche de libertinaje quebranté todos mis votos, olvidé todos mis arrepentimientos acerca de mi conducta pasada y todas mis resoluciones para el futuro. Cierto es que tuve algunos momentos de lucidez y que volvían a mi mente los buenos pensamientos; pero yo los rechazaba, dedicándome a beber y cuidando de estar siempre acompañado a fin de evitarlos.

 En esta forma, a los cinco o seis días logré sobre mi conciencia un triunfo tan completo como pudiera ambicionarlo un joven que busca ahogar sus desasosiegos. Al sexto día de navegación fondeamos en la rada de Yarmouth. Teniendo viento contrario, adelantamos poco después de la tempestad, viéndonos precisados a echar el ancla en dicho sitio y permanecer en él, pues el viento siguió soplando del sudoeste siete u ocho días consecutivos, durante los cuales muchos barcos de Newcastle se refugiaron en la misma rada.
 Con todo, no habríamos dejado transcurrir tanto tiempo sin llegar a la embocadura del río si no hubiera sido tan fuerte el viento. Al octavo día, llegada la mañana, arreció aún más éste y se llamó a toda la tripulación para una maniobra de urgencia. Habiéndose puesto muy gruesa la mar, el castillo de proa se hundía a cada momento y las olas inundaban el barco. El temporal era terrible y yo veía el asombro y el pánico dibujados en los rostros de los marineros. Pese a que el capitán era un hombre que no se arredraba fácilmente ante el peligro, le oí exclamar en voz baja estas palabras:

 —¡Dios mío, apiádate de nosotros! ¡Estamos perdidos! Entretanto, yo me había tendido, inmóvil y helado de espanto, en mi camarote junto al timón, no pudiendo decir cuál era el estado de mi ánimo.

 La vergüenza me atormentaba al acordarme de mi primer arrepentimiento que tan luego había olvidado por un increíble endurecimiento de mi corazón. Al salir del camarote para ver lo que sucedía fuera, presencié el espectáculo más terrible que jamás hubiera visto: las olas, que se alzaban como montañas, rompían a cada momento contra nosotros. Por todas partes sólo se veía desolación. Por cerca de nosotros pasaron enormes buques sumamente cargados, que arrastraban sus mástiles rotos. Nuestros tripulantes afirmaban que acababa de irse a pique un barco que se encontraba a no más de una milla de nosotros.

 Otras embarcaciones iban a la deriva, arrancadas de sus anclas por la furia de las olas y arrastradas a alta mar. A la caída de la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron autorización al capitán para cortar el palo trinquete, a lo que accedió. Una vez cortado aquél, agitábase tan violentamente el palo mayor, que hubo necesidad de deshacerse también de éste, con lo que la cubierta quedó completamente llana. La tempestad no cedía y nuestro barco, aunque bueno, iba tan hundido debido a la sobrecarga, que nos hacía pensar que pronto se iría a pique. Para colmo de males, a eso de la medianoche un hombre que había bajado, por orden del capitán, al fondo de la bodega para inspeccionarla, dijo que en ésta había un boquete por el que hacía agua. La sola llamada que hicieron a todos para que acudieran a la bomba me produjo tal impresión que caí de espaldas en mi cama. Mas los tripulantes vinieron a sacarme de mi desmayo, diciéndome que si hasta entonces no había servido yo para nada, en aquel momento era tan eficaz como cualquier otro para manipular la bomba.

Me incorporé y, encaminándome a ésta, trabajé vigorosamente. Entretanto pasaban estas cosas, el capitán ordenó disparar un cañonazo en señal del extremo peligro en que nos encontrábamos. Pero yo, que ignoraba lo que aquello significaba, quedé muy sorprendido y pensé que se había destrozado el barco. Me desmayé en el acto, tardando bastante tiempo en volver en mí.

 La bomba seguía trabajando, pero el agua continuaba anegando la bodega y, por más que la tempestad había empezado a disminuir, todo nos hacía pensar en que el buque iba a zozobrar. Como ya no era posible pretender alcanzar algún puerto, se siguieron disparando cañonazos en señal de socorro. Un barco pequeño, que a la sazón pasaba a nuestro lado, nos lanzó un bote en el cual, y no sin muchas dificultades y riesgos, pudimos entrar. No habían pasado quince minutos que habíamos abandonado el barco cuando lo vimos zozobrar. Confieso que cuando los tripulantes me dijeron que se iba a pique, casi ya no podía distinguir los objetos, pues desde el momento en que entré en el bote estaba como petrificado, no tanto por el miedo cuanto por mis propios pensamientos, que me anticipaban todos los horrores del futuro. Momentos después, y cuando el bote se elevaba por encima de las enormes olas, distinguimos a lo largo de la orilla una gran cantidad de gente que acudía a auxiliarnos.

 Nuestros tripulantes remaban con denuedo, pero apenas lográbamos avanzar hacia la costa. Por otra parte, mientras no consiguiéramos pasar el faro de Winterton no podríamos llegar a tierra, pues más allá la costa, por la parte de Cromer, replegándose hacia el Oeste, nos ponía al abrigo de la violencia del viento. En dicho lugar, y no sin grandes esfuerzos, pusimos por fin y felizmente pie en tierra. Desde allí fuimos caminando a Yarmouth, donde se nos trató con gran consideración, tanto por parte de las autoridades, que nos facilitaron buenos alojamientos, cuanto por la de los comerciantes y armadores, que nos dieron suficiente dinero para llegar a Londres o para regresar a Hull, según nos conviniera.

En dicha oportunidad debí tener la prudencia de elegir el camino de Hull para volver a la casa paterna. Pero, como contaba con el dinero suficiente para ello, decidí ir primero a Londres por tierra. Tanto en esta ciudad como durante el trayecto, tuve largos debates conmigo mismo acerca del modo de vida que debía seguir. Se trataba de resolver si había de regresar a casa o si habría de embarcarme nuevamente. 
A medida que pasaba el tiempo se iba borrando de mi memoria el recuerdo de la última desgracia, continuando en cambio la invencible repugnancia que sentía hacia la idea del regreso al hogar. 

Imaginábame que todo el vecindario me señalaría con el dedo y que tanto ante mis padres cuanto ante los demás habría de sentirme avergonzado. En esta forma el amor propio pudo más que la razón y decidí embarcarme nuevamente en algún buque que zarpara hacia las costas del África, o, según el lenguaje corriente de los marineros, hacia Guinea.

Capítulo II Un esclavo tras su libertad
Cuando llegué a Londres tuve la suerte de caer en muy buenas manos, cosa nada corriente en un joven tan precipitado y aturdido como yo era. La primera persona que conocí fue un capitán de barco que acababa de llegar de Guinea, después de un viaje que le había dado buenos resultados, razón por la cual tenía resuelto regresar nuevamente. Le agradó mucho mi conversación y, habiéndome oído decir que sentía vivos deseos por conocer mundo, me ofreció que me embarcara con él, adelantándome que ello no me significaría el menor gasto y que, si deseaba llevar algunos objetos conmigo, gozaría de todas las ventajas que puede brindar el comercio.

 Habiéndole aceptado su ofrecimiento al capitán, que era un hombre honrado y sincero, invertí en dicha empresa la suma de cuarenta libras esterlinas, que gasté en quincallería, siguiendo su consejo. Dicho dinero logré reunirlo con la ayuda de algunos parientes que, según tengo entendido, habían persuadido a mis padres a que secretamente contribuyeran a mi primera aventura. Debo decir que, de todos mis viajes, aquél fue el único que me produjo verdaderas ventajas, debiéndoselo sin duda alguna a la buena fe y generosidad del capitán. Entre éstas obtuve el haber aprendido regularmente las matemáticas y las reglas de la navegación, a calcular con exactitud el recorrido de un barco, a orientar debidamente el velamen, y, en general, todo aquello que no puede ignorar un marino.

Esto, sin considerar el aspecto comercial, ya que traje por mi cuenta cinco libras y nueve onzas de oro en polvo, lo que en Londres convertí en unas trescientas libras esterlinas. Pero dicho éxito, al alentarme vastos proyectos inmediatos, causó a la postre mi total ruina. A los pocos días de nuestra llegada a Londres murió mi buen amigo el capitán del barco. Pese a ello, resolví repetir el viaje, dejando depositadas en manos de su viuda doscientas libras esterlinas y llevando las cien restantes convertidas en quincallería. En esta forma volví a hacerme a la mar en el mismo barco, con un hombre que en el anterior viaje había sido piloto y ahora lo gobernaba. El viaje fue de lo más desdichado. Cuando nos encontrábamos entre el archipiélago de las Canarias y las costas de África, fuimos sorprendidos por un corsario turco de Salé, que venía dándonos caza a toda vela. Por nuestra parte, dimos al viento todas las nuestras tratando de escapar, pero, al ver que no dejaría de alcanzarnos en algunas horas, nos aprestamos para el combate.

 El barco corsario llevaba a bordo dieciocho cañones, mientras que el nuestro sólo contaba con doce. En el primer ataque, el corsario sufrió una equivocación, pues, en vez de atacarnos por la popa, como era su intención, descargó su andanada sobre uno de nuestros costados, y entonces nosotros se la devolvimos con ocho de nuestros cañones. En esta forma lo hicimos retroceder, pero antes nos lanzó una segunda andanada y descargó su mosquetería, que estaba manejada por doscientos tiradores. Nuestros hombres, aun con esto, se mantuvieron firmes y no tuvimos heridos.

 El corsario renovó el combate, pero ahora llegando por el otro lado al abordaje. Saltaron a nuestra cubierta unos sesenta de los suyos, que empezaron a cortar mástiles y jarcias, mientras que nosotros los recibimos con mosquetes y granadas. Dos veces los rechazamos de nuestra cubierta, pero, finalmente, y habiendo quedado desmantelado el barco y muertos tres de nuestros hombres y otros ocho heridos, nos vimos obligados a rendirnos y fuimos llevados prisioneros a Salé, puerto que pertenece a los moros.

 El trato que recibí en dicho lugar no fue tan terrible como lo esperaba. El capitán del corsario, viéndome joven y ágil, se quedó conmigo como su participación en el botín, evitando así el que fuera llevado con los demás al lugar de la residencia del emperador. Sin embargo, dicha situación, que de hombre libre me transformaba en esclavo, me angustió sobremanera. Las palabras proféticas de mi padre, cuando me dijo que llegaría a ser un miserable y que no tendría a nadie que me socorriera en la desgracia, acudieron a mi memoria. Con todo, aquello no sería sino una muestra de las mayores calamidades que habrían de sucederme todavía.

Mi nuevo amo me llevó a su casa, en la que desempeñaba los oficios ordinarios de un doméstico. Sin embargo, y como había dispuesto que me acostase en su camarote para cuidar el barco, no hacía sino forjar planes para evadirme de la esclavitud. Pasaron así dos largos años sin que se me presentara la menor oportunidad de ejecutar mis fantásticos proyectos. Las únicas veces que conseguía navegar con la chalupa era para hacerle compañía cuando salía a entretenerse pescando en la rada. En dichas oportunidades me llevaba consigo, así como también a un joven esclavo moro, a fin de que remáramos y lo ayudáramos en la pesca, faena en la que yo era bastante hábil. Él se mostraba tan contento que, algunas veces, me enviaba a pescar con un pariente suyo llamado Muley y con el joven esclavo, a condición de que le pasáramos de nuestra pesca una porción para su comida. Un día resolvió salir en la chalupa a pescar y divertirse con tres moros de familias distinguidas, para lo que había ordenado provisiones especiales que fueron embarcadas la víspera.

 A mí me encargó que tuviera listas las tres escopetas con pólvora y municiones, pues también quería recrearse con la caza de algunas aves. A la mañana siguiente me encontraba yo en la chalupa con todas las cosas arregladas para recibir dignamente a sus huéspedes, cuando vi venir a mi patrón completamente solo, pues sus invitados habían diferido la partida a causa de sus ocupaciones. Sin embargo, me dijo que saliese a pescar con la chalupa, acompañado, como de costumbre, por el hombre y el joven aludidos, pues esa noche tenía que cenar con sus amigos y precisaba provisiones. Inmediatamente renació en mí el deseo de libertarme de la esclavitud y, pensando que en pocos momentos más tendría a mi disposición un pequeño barco, empecé a prepararme, ya no para la pesca, sino para recuperar mi libertad, aunque ignorante del rumbo que debería luego seguir.

 A tal fin hice llevar a la chalupa cuantos alimentos y herramientas podrían serme útiles, tendiéndole finalmente al moro un lazo en el cual cayó. —Muley —le dije—, nosotros tenemos las escopetas de nuestro amo; ¿no podríamos traer pólvora y municiones para cazar por nuestra cuenta algunas aves marinas? —Sí —respondió—, voy a buscarlas.

 Una vez que Muley regresó y estuvimos provistos de todo lo necesario, salimos del puerto sin que los guardias del castillo hicieran caso alguno de nosotros, puesto que nos conocían. El viento soplaba del norte, lo que era contrario a mis deseos, ya que con el del sur hubiera alcanzado las costas españolas o, por lo menos, entrado en la bahía de Cádiz. Pero, resuelto como yo estaba a libertarme de aquella indigna servidumbre, todo lo demás me traía sin cuidado. Largo rato estuvimos pescando sin resultado alguno, por que, cuando sentía que algún pez picaba, no tiraba del anzuelo por temor de que lo viese el moro.

 Finalmente, le dije: —Aquí no conseguimos nada y, como nuestro amo desea estar bien servido, es preciso que nos alejemos más. Como Muley no tenía ninguna malicia, estuvo de acuerdo y, dirigiéndose a proa, largó las velas. Yo, desde el timón, conduje la chalupa cerca de una milla más allá, después de lo cual arrié las velas para simular que pescaba. Luego, dejando el timón al muchacho, me aproximé al moro, que seguía en la proa, y, fingiendo agacharme para recoger alguna cosa que se hallara detrás de él, lo levanté de ambas piernas arrojándolo al mar. No tardó el moro en volver a la superficie, pues nadaba muy bien; me llamó y suplicó para que le dejase subir a bordo, prometiéndome que me seguiría hasta el fin del mundo. Nadaba con tanto vigor y el viento soplaba tan débilmente, que muy pronto iba a alcanzarnos. Entonces tomé una de las escopetas y, apuntándole, le dije: —Mirad, amigo: no es mi intención causaros daño alguno, siempre que permanezcáis sereno.

 Sabéis nadar lo bastante para llegar a tierra y, como el mar está tranquilo, aprovechaos de su calma para regresar y separarnos, así como buenos amigos. Pero en caso de que intentéis subir a bordo, os abriré la cabeza de un tiro, pues estoy resuelto a recobrar mi libertad. A estas palabras nada respondió, sino que dio la vuelta empezando a nadar hacia tierra. Siendo un nadador magnífico, estoy seguro de que llegó sin novedad a la costa.

 Después que Muley se hubo alejado, me volví al joven esclavo moro, llamado Xuri, y le dije: —Xuri, si prometes serme fiel, te trataré en la mejor forma; pero tendrás que jurarlo por Mahoma. En caso contrario te arrojaré también al mar. El muchacho me dirigió una sonrisa y me habló en forma tan inocente, que desvaneció toda desconfianza. Juróme fidelidad y seguirme a donde yo quisiera.

 Cuando el moro desapareció de mi vista y empezó a oscurecer, cambié el rumbo de la embarcación hacia el sudoeste, cuidando de no apartarme demasiado de tierra. Como tenía viento favorable, recorrí tanto que al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando divisé tierra de lejos, calculé hallarme a ciento cincuenta millas al sur de Salé, muy distante ya de los dominios del emperador de Marruecos.

Durante cinco días seguí navegando a favor de aquel viento, sin divisar ningún barco de Salé. Al cabo de dicho tiempo cambió el viento y, temiendo que si venía algún barco en mi persecución no dejaría de darme caza, me aventuré a aproximarme a la costa y anclar en la embocadura de un río desconocido. Al anochecer entramos en la pequeña bahía, pues tenía el propósito de ir a nado a recorrer aquellos parajes en cuanto fuera noche cerrada para procurarnos agua fresca. Pero, en cuanto hubo oscurecido, oímos unos ruidos tan horribles, producidos seguramente por fieras desconocidas por nosotros, que el pobre muchacho me suplicó vivamente que no desembarcara hasta que fuera de día. A sus ruegos le dije:

 —Bien, Xuri; ahora no desembarcaré; pero de día corremos el riesgo de que nos vean hombres tan peligrosos como las mismas fieras. —En ese caso —me contestó riendo—, les pegaremos un tiro para que huyan. Me complació verlo tan animado y, para fortalecerlo más, le di una copita de licor.

Echamos el ancla con la intención de dormir, pero no había manera de hacerlo. Durante algunas horas vimos cómo se lanzaban al agua unos animales gigantescos, revolcándose y profiriendo alaridos horrísonos. No es posible dar una idea exacta de los espantosos rugidos y gritos que se elevaban desde la orilla. Esto me hizo ver que habíamos hecho muy bien en ser prudentes y no aventurarnos de noche por aquellos lugares.
De todos modos, nos veíamos obligados a desembarcar en algún sitio para abastecernos de agua dulce. Xuri me expresó que si lo dejaba ir a tierra con un jarro, él descubriría el lugar donde había agua y me la traería. Cuando le pregunté por qué quería ir él en vez de que lo hiciera yo, me respondió con el mayor cariño:

 —Porque si hay salvajes, me comerán a mí y vos os podréis salvar. —Iremos los dos, querido Xuri —le respondí—; y si encontramos salvajes, los mataremos y así ninguno de los dos les servirá de presa. Una vez que aproximamos la chalupa a tierra, saltamos ambos sin llevar otra cosa que nuestras armas y dos jarras. El muchacho descubrió un lugar algo más bajo que se internaba una milla en tierra. Se precipitó hacia dicho sitio, pero poco rato después lo vi volver corriendo.

Inmediatamente supuse que se había encontrado con algún salvaje o fiera peligrosa que lo perseguía y salí rápidamente a su encuentro. Cuando estuve bastante cerca de él vi que algo colgaba de su hombro: era un animal que había cazado, muy semejante a una liebre, aunque de otro color y con las patas más largas. Una vez que nos regalamos con la pieza y llenamos nuestras jarras, nos dispusimos a emprender de nuevo nuestra ruta.

Como yo no llevaba ninguno de los instrumentos indispensables para la navegación, no sabía exactamente en qué lugar me encontraba. De todos modos, pude juzgar que esa región estaba entre las tierras del emperador de Marruecos y la Nigricia. Alguna vez creí distinguir de día el Pico de Teide de la isla de Tenerife, habiendo intentado adentrarme en el mar para llegar a ella. Pero tanto los vientos en contrario como la misma mar, demasiado gruesa para mi frágil chalupa, me obligaron a retroceder hacia la costa.

 Un día, ya de madrugada, fuimos a fondear a un pequeño cabo, esperando que la marea que subía nos llevase más adelante. Xuri, que tenía la vista más aguda que yo, me dijo en voz baja que nos alejásemos de la orilla. —¿No veis —añadió— aquel terrible monstruo que duerme tendido al pie de la colina? Dirigí la mirada hacia el lugar que me señalaba, descubriendo en efecto un monstruoso animal: era un enorme león, echado sobre el declive de una altura. —Xuri —le dije entonces—, anda a tierra y mátalo. El muchacho pareció asustarse muchísimo, pues me contestó:

—¿Matarlo yo? ¡Si me tragaría de un bocado! De inmediato cargué las tres escopetas y, apuntándole detenidamente a la fiera, traté de hacer blanco en su cabeza. Pero, como se hallaba acostada de modo que con una pata se cubría el hocico, las balas le hirieron alrededor de la rodilla rompiéndole el hueso. Se incorporó rugiente, pero, sintiendo la pata rota, volvió a echarse. Nuevamente se levantó y empezó a rugir de un modo aún más horrible.

 Yo, algo sorprendido de no haberle dado en la cabeza, cogí la segunda escopeta y le disparé un segundo tiro, mientras la fiera iniciaba la huida. Esta vez tuve más suerte, ya que le di en el blanco propuesto, cayendo la fiera mortalmente herida. Esto animó a Xuri de tal modo que, una vez que le concedí el permiso que me había pedido, se lanzó al agua con una escopeta en un brazo y nadando con el otro hasta ganar la orilla. Se abalanzó sobre la fiera, rematándola con un tercer disparo hecho a boca de jarro en la oreja.

 Luego pensé que la piel de aquel león nos podría ser de alguna utilidad y resolví despellejarlo. En dicha labor Xuri fue mi maestro, pues yo no sabía cómo empezar. Esto nos llevó todo el día. Después tendimos la piel en el camarote, la que al cabo de dos días estuvo seca y la hice servir de colchón. Continuamos navegando siempre hacia el sur por espacio de diez días más, y pude observar que la costa estaba habitada. Eran negros y no llevaban vestidos.

 Como le manifestara a Xuri mis deseos de desembarcar, me advirtió prudentemente de los peligros que correríamos, haciéndome desistir. Con todo, bogué cerca de la costa para poderles hablar, mientras que ellos corrían a lo largo de la playa. Entonces pude observar que no llevaban armas, excepto uno de ellos que portaba un pequeño bastón. Xuri me explicó que se trataba de una lanza que los negros sabían arrojar muy lejos y con gran destreza, en vista de lo cual me detuve a una respetuosa distancia y les pedí por señas que nos dieran algo de comer.
 A su vez ellos me dieron a entender que irían a buscar provisiones, mientras nosotros arriábamos la vela. Dos de ellos corrieron tierra adentro para volver antes de media hora, trayendo dos trozos de carne seca y granos, que, aunque no sabíamos de qué especie eran, los aceptamos. Solamente faltaba saber con qué precauciones podríamos tomar aquellas provisiones, pues yo no tenía deseos de ir a tierra y los salvajes, por su parte, nos temían. Entonces adoptaron un medio tan conveniente para ellos como para nosotros: dejaron en la orilla lo que tenían que darnos y luego se retiraron hacia el interior; mientras tanto, nosotros fuimos por las provisiones y las trajimos a la chalupa, dejándoles a cambio una botella de licor, que luego ellos retiraron.

 Igual procedimiento seguimos para que nos renovaran el agua de nuestras jarras. Con aquellas provisiones icé nuevamente la vela y proseguimos navegando hacia el sur durante once días, sin aproximarnos a la costa. Entonces pude observar que el continente entraba bastante en el mar y tuve que dar un largo rodeo para contornearlo. Desde allí vi claramente otras tierras en el lado opuesto, cayendo en la cuenta de que por un lado tenía el Cabo Verde y por el otro las islas del mismo nombre. Estaba yo indeciso sobre hacia cuál de ambos extremos debía hacer rumbo, ya que si el viento arreciaba bien podía impedirme llegar a cualquiera de ellos.

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