sábado, 22 de febrero de 2020

LECTURA PARA 7° BOTELLAS AL MAR PARA EL DIOS DE LAS PALABRAS (discurso de Gabriel García Márquez en el I Congreso internacional de la lengua castellana-Zacatecas )

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.


viernes, 14 de febrero de 2020

ARGUMENTACIÓN Y TIPOS DE ARGUMENTOS

    La argumentación es una variedad discursiva con la cual se pretende defender una opinión y persuadir de ella a un receptor mediante pruebas y razonamientos, que están en relación con diferentes: la lógica (leyes del razonamiento humano), la dialéctica (procedimientos que se ponen en juego para probar o refutar algo) y la retórica (uso de recursos lingüísticos con el fin de persuadir movilizando resortes no racionales, como son los afectos, las emociones, las sugestiones ... ).

TIPOS DE ARGUMENTOS


Analogía
Se compara o establece una relación de semejanza entre dos situaciones, ideas, seres, cosas o casos diferentes y se deduce que lo que es válido para un caso lo es también para el otro.

Autoridad
El autor del texto argumentativo cita o recurre, para apoyar su tesis, a un especialista, un intelectual (filósofo, escritor, pensador…), un experto, una persona reconocida, un científico, etc., o a un grupo de expertos, científicos, intelectuales… que han elaborado un estudio, un ensayo, una investigación, etc.

Cantidad
Se menciona que la cantidad o lo que la mayoría cree, piensa, dice o hace para defender una postura. Lo que la mayoría piensa o hace funciona en ocasiones como argumento. La mención del sentido común se incluye en esta variante.

Causa o argumento de causalidad
Demostrar una relación causa-efecto entre dos hechos o ideas suele ser un razonamiento muy eficaz para defender una tesis u opinión.

Consecuencia o argumento de causa-efecto
Exponer o mostrar las consecuencias de determinada idea, acto, hecho… es muy eficaz para la defensa de una tesis. Se relaciona estrechamente con el argumento de causalidad.

Estadístico o de datos
Consiste en argumentar basándose en pruebas fiables con datos, estudio o cifras.

Emoción (o argumento afectivo-emotivo)
Provocar emociones, relacionadas sobre todo con los deseos, miedos o dudas, para conmover y suscitar una reacción de simpatía, empatía o rechazo es otro de los recursos más típicos usados en una argumentación.

Ejemplificación
Un argumento de ejemplificación se muestra en una serie de premisas en las que aparecen diversos ejemplos que sustentan la afirmación o negación expresada en el argumento. 

TEORÍA TIPOS DE TEXTOS


       Los textos narrativos relatan hechos que les suceden a unos personajes en un lugar   y en un tiempo determinados.
       Narradores 
•Protagonista: cuenta la historia en la primera persona del singular “yo”.

Omnisciente: narra en la tercera persona del singular “el o ella”, además sabe los pensamientos y sentimientos de los personajes.
Testigo: narra en la tercera persona del singular “el o ella” y se limita a contar lo que ve. 


        Los textos descriptivos nos cuentan cómo son los objetos, las personas, los  espacios, las situaciones, los animales, las emociones y los sentimientos.

     
              TOPOGRAFÍA
           Descripción de un lugar:
    → Orden espacial de los elementos.
    → Extensión, localización y aspecto general.
          
           PROSOPOGRAFÍA
          Descripción física de una persona:
    → Cara: ojos, nariz, orejas, cabello.
    → Cuerpo: altura, complexión, peso.
    → Vestimenta y otros aspectos importantes.
        
           DESCRIPCIÓN DE UN        OBJETO
          → Material        → Para qué sirve
  → Tamaño        → Cómo se usa
  → Forma          → Color  
                 ETOPEYA
          Descripción del carácter de una persona:
          aptitudes, actitudes, hábitos, personalidad...
 

        La exposición consiste en explicar de forma objetiva unos hechos o un tema.  Tiene que ser: 
  •     clara: lenguaje sencillo .
  •     ordenada: exposición lógica
  •     objetiva: el emisor no da su opinión


         La argumentación se basa en defender una idea por medio de datos y razones o  argumentos. Los textos argumentativos siguen la siguiente estructura:
 TESIS: idea que defiende el autor.
 ARGUMENTOS: opiniones y datos concretos que justifican la tesis. 
CONCLUSIÓN: resumen de todo lo dicho.




miércoles, 12 de febrero de 2020

TALLER DE TIPOS DE TEXTO 6°


INSTITUCIÓN EDUCATIVA MADRE LAURA
TALLER DE ESPAÑOL – 6°
DOCENTE YULIS LÓPEZ MONTES

Lee el texto y responde:

Lee el texto y responde las preguntas:

"De regreso al estudio. Otra vez, primer día de colegio. Faltan tres meses, veinte días y cinco horas para las próximas vacaciones. El profesor no preparó clase. Parece que el nuevo curso lo toma por sorpresa. Para salir del paso ordena con una voz aprendida de memoria: saquen el cuaderno y escriban con lapicero azul y buena letra, una composición sobre las vacaciones. Mínimo una hoja por lado, sin saltar renglón. Ojo con la ortografía y la puntuación. Tienen 45 minutos. ¿Hay preguntas? Nadie tiene preguntas. Ni respuestas. Sólo una mano que no obedece órdenes porque viene de vacaciones y un cuaderno rayado de 100 páginas, que hoy se estrena con el viejo tema de todos los años ¿qué hice en mis vacaciones?"... que tal ¿divertido verdad?

1.     Explica por qué este texto pertenece al texto narrativo.
2.    ¿qué tipo de narrador cuenta la historia?

Lee el texto y responde:
A COMER DE TODO

       Algunos comen sólo dulces y postres y eso no está nada bien. Hay que comer de todo.
Comiendo sólo dulces, se te estropearán los dientes y, además, abusar del azúcar no es bueno ni para tu estómago ni para tu salud en general. ¡Por si fuera poco, puedes engordar!

   Debemos seguir una alimentación variada, porque, de lo contrario nuestro crecimiento puede verse perjudicado. Nuestro cuerpo necesita diferentes sustancias nutrientes y estas se hallan repartidas entre las diferentes clases de alimentos.

3.   ¿A qué tipo de texto corresponde el anterior escrito? Explica.

Observa la imagen y responde:



4.     Elabora una descripción del anterior objeto.



       Lee los textos y responde:
Párrafo 1:
 El respeto es un valor que permite que el hombre pueda reconocer, aceptar, apreciar y valorar las cualidades del prójimo y sus derechos. Es decir, el respeto es el reconocimiento del valor propio y de los derechos de los individuos y de la sociedad.

Párrafo 2:
el correcto uso de los valores como el respeto y la tolerancia, además la ética y moral, son de gran importancia para nuestra sociedad, ya que nos permiten actuar correctamente. Es evidente destacar que no solo basta con conocer cuáles son los valores, sino con colocarlos en práctica y convertirlos en un hábito diario, de esta manera, podremos convivir en paz.

5. ¿Cuál de los dos textos es expositivo? Explica.



martes, 11 de febrero de 2020

NIVELES DE LECTURA


El primero de ellos es el literal, es decir lo que está escrito y te permite identificar el orden de las acciones, tiempos y lugares, razones de ciertos sucesos; reconocer el tema principal y las ideas que se suceden para elaborar cuadros sinópticos, mapas conceptuales, resúmenes y síntesis. Para lograr estos resultados lo primero que debes hacer después de esta primera lectura es comprobar el significado de las palabras o expresiones que te sean desconocidas pues de otra manera sería como leer un texto en otro idioma.

A continuación pasas al nivel inferencial, lo que sugiere o se deriva de un texto. Este momento busca establecer relaciones de lo leído con tus saberes previos; explicar más ampliamente el escrito, agregar informaciones y experiencias anteriores, formular hipótesis y nuevas ideas.
Este nivel puede incluir sacar conclusiones sobre:
·         detalles adicionales, que según las conjeturas del lector, pudieron haberse incluido en el texto para hacerlo más informativo, interesante y convincente, realizando mapas inferenciales;
·         ideas principales, no incluidas explícitamente;
·         secuencias, sobre acciones que pudieron haber ocurrido si el texto hubiera terminado de otras manera;
·         relaciones de causa y efecto, realizando hipótesis sobre las motivaciones o caracteres y sus relaciones en el tiempo y el lugar. Se pueden hacer conjeturas sobre las causas que indujeron al autor a incluir ciertas ideas, palabras, caracterizaciones, acciones.

También consigue predecir acontecimientos sobre la base de una lectura inconclusa, deliberadamente o no; interpretar un lenguaje figurativo, para inferir la significación literal de un texto.
El tercer grado es el crítico y analítico, lo que se puede decir y argumentar frente a un texto; y te permite emitir juicios sobre éste, aceptarlo o rechazarlo pero con fundamentos. En este momento entran en juego las dos etapas anteriores así como tu formación lectora, criterio y conocimientos así como la respuesta emocional que te produce la lectura.
Los juicios pueden ser:
·         de realidad o fantasía: según tu experiencia como lector con las cosas que te rodean;
·         de adecuación y validez: comparas lo que está escrito con otras fuentes de información;
·         de apropiación: requiere asimilar las distintas partes de la lectura;
·         de rechazo o aceptación: depende del código moral y del sistema de valores que tengas;
·         respuesta emocional al contenido: cuando demuestras interés, excitación, aburrimiento, diversión, miedo, odio frente a lo que te ha dicho el texto;
·         identificación con los personajes e incidentes, sensibilidad hacia los mismos, simpatía y empatía.
·         reacciones hacia el uso del lenguaje del autor.
Reconocer y aplicar estos niveles de lectura cuando tengas frente a ti un artículo científico o literario hará que esta práctica sea mucho más productiva y placentera y de repente, por qué no, te conviertas en un gran lector.
Referencias
Di Stefano, M. Pereira, M.C, La enseñanza de la lectura y la escritura en el nivel superior, XIX Congreso Anual de Asociación Española de Lingüística Aplicada (AESLA), Universidad de León, España, 3, 4, 5 de mayo de 2001.

TERCERA LECTURA PARA 7° "TRIÁNGULO ISÓSCELES " DEL ESCRITOR MARIO BENEDETTI

Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
Triángulo isóceles
(Despistes y franquezas, 1989)
      El abogado Arsenio Portales y la ex actriz Fanny Araluce llevaban doce apacibles años de casados. Desde el comienzo, él le había exigido a Fanny que dejara la escena. Al parecer, no era tan liberal como para tolerar que noche a noche su linda mujer fuera abrazada y besada por otros.
      A ella le había costado mucho aceptar esa exigencia, que le parecía absurda, machista y carente de un mínimo sentido profesional. «Por otra parte», había agregado él como justificación a posteriori, «no creo que tengas las imprescindibles condiciones para triunfar en teatro. Sos demasiado transparente. En cada uno de tus personajes siempre estás vos, precisamente allí donde debería estar el personaje. Demasiado transparente. El verdadero actor debe ser opaco como ser humano; sólo así podrá ser otro, convertirse en otro. Por más que te vistas de Ofelia, Electra o Mariana Pineda, siempre serás Fanny Araluce. No niego que tengas un temperamento artístico, pero deberías encauzarlo más bien hacia la pintura o las letras. Es decir, hacia la práctica de un arte en el que la transparencia constituya una virtud y no un defecto». Fanny lo dejaba exponer su teoría, pero en realidad él nunca la había convencido. Si había renunciado a ser actriz, era por amor. Él no lo entendía ni lo valoraba así. Sin embargo, en la vida cotidiana, privada, Fanny era ordenada, sobria, casi una perfecta ama de casa.
      Probablemente demasiado perfecta para el doctor Portales. En los últimos dos años, el abogado había mantenido otra relación, tan clandestina como estable, con una mujer apasionada, carnal, contradictoria y, por si todo eso fuera poco, particularmente atractiva.
      Como lugar adecuado para esos encuentros, Portales alquiló un apartamento a sólo ocho cuadras de su casa. Había sido minucioso en la organización de su cándido pretexto: por borrosos motivos profesionales debía viajar semanalmente a Buenos Aires. Como sólo estaba ausente las noches de los martes, le recomendaba a Fanny que no le telefoneara, pero, por si las moscas, le había dado el teléfono de un colega porteño, que tenía instrucciones precisas: «¿Arsenio? Fue a una reunión que creo se va a prolongar hasta muy tarde». Fanny nunca llamó.
      Ella, que conocía como nadie las necesidades y manías de su marido, se encargaba de aprontarle el pequeño maletín y le llamaba el taxi. Portales se bajaba ocho cuadras más allá, subía al apartamento clandestino, se ponía cómodo, aprontaba los tragos, encendía el televisor; a la espera de Raquel, que, como también era casada, debía aguardar a que su marido emprendiera su inspección semanal a la estancia. En realidad, si se veían los martes había sido por complacer a Raquel, pues ése era el día que el hacendado había elegido para atender sus campos. «Y para dejarnos el campo libre», bromeaba Arsenio.
      Cuando por fin llegaba Raquel, cenaban en casa, ya que no podían arriesgarse a que los vieran juntos en un cine o en un restaurante. Luego hacían el amor de una manera traviesa, juvenil, alegre, casi como si fueran dos adolescentes. Cada martes Portales se sentía revivir. Cada miércoles le costaba un poco regresar a las buenas costumbres del hogar lícito, genuino, sistemático.
      Para la vuelta, no sabía bien por qué, exageraba las precauciones. Llamaba un taxi, hacía que lo dejara en el aeropuerto de Carrasco; después de un rato, tomaba otro taxi para regresar a su casa. Dentro de esa rutina, Fanny cumplía con interesarse en cómo le había ido, y entonces él inventaba con esmero los pormenores de las aburridas sesiones de trabajo con sus clientes bonaerenses, dejando siempre constancia, eso sí, de lo bueno que era estar de vuelta en casa.
      Llegó por fin el martes en que se cumplían dos años de la furtiva y estimulante relación con Raquel, y Portales consiguió un collar de pequeños mosaicos florentinos. Se lo había hecho traer desde Italia por un cliente, éste sí verdadero, que le debía algunos favores. Instalado en su lindo y confortable bulín, Portales puso el champán en la heladera, aprontó las copas, se acomodó en la mecedora y se puso a esperar, más impaciente que otras veces, a Raquel.
      Ésta llegó más tarde que de costumbre. Su demora estaba justificada, ya que también ella, en vista del aniversario subrepticio, había ido a comprar su regalito: una corbata de seda, con franjas azules sobre fondo gris. Fue entonces que Arsenio Portales le dio el estuche con el collar. A ella le encantó. «Voy un momento al baño, así veo cómo me queda», dijo, y como anticipo de otros tributos, lo besó con ternura y calidez. Como era natural, él consideró ese beso como un presagio de una noche gloriosa.
      Sin embargo, Raquel demoraba en el baño y él empezó a inquietarse. Se levantó, se arrimó a la puerta cerrada y preguntó: «¿Qué tal? ¿Te sentís bien?». «Estupendamente bien», dijo ella. «Enseguida estoy contigo.»
      Ya sin preocupación, aunque igualmente ansioso por la expectativa, Portales volvió a sentarse en la mecedora. Cinco minutos después la puerta del baño se abría, mas, para sorpresa del hombre a la espera, no para dar paso a Raquel sino a Fanny Araluce, su mujer, que lucía el collar florentino.
      Portales, estupefacto, sólo atinó a exclamar: «¡Fanny! ¿Qué hacés aquí?». «¿Aquí?», subrayó ella. «Pues, lo de todos los martes, querido. Venir a verte, acostarme contigo, quererte y ser querida.» Y como Arsenio seguía con la boca abierta, Fanny agregó: «Arsenio, soy Fanny y también Raquel. En casa soy tu mujer, Fanny A. de Portales, pero aquí soy la ex actriz Fanny Araluce. O sea que en casa soy transparente y aquí soy opaca, ayudada por el maquillaje, las pelucas y un buen libreto, claro».
      «Raquel», balbuceó Arsenio Portales.
      «Sí, Raquel. ¿Te das cuenta? Me has traicionado conmigo misma. Ahora, tras dos años de vida doble, tenés que elegir. O te divorciás de mí, o te casás conmigo. No estoy dispuesta a seguir tolerando esta ambigüedad. Y algo más: después de este éxito dramático, después de dos años con esta obra en cartel, te anuncio solemnemente que vuelvo al teatro.»
      «Tu voz», murmuró Arsenio. «Algo extraño había en tu voz. Pero ni siquiera el color de tus ojos es el mismo.»
      «Claro que no. ¿Para qué existen las lentes de contacto verdes? Siempre te oí decir que te encandilaban las morochas de ojos verdes.»
      «Tu piel. Tu piel tampoco era la misma.»
      «Ah no, querido, lamento decepcionarte. Aquí y allá mi piel siempre ha sido la misma. Sólo tus manos eran otras. Tus manos me inventaban otra piel. Al fin de cuentas, ni yo misma sé ahora cuál es mi piel verdadera: si la de Fanny o la de Raquel. Tus manos tienen la palabra.»
      Portales cerró los puños, más desorientado que furioso, más abatido que iracundo.
      «Me has engañado», dijo con voz ronca.
      «Por supuesto», dijo Fanny/Raquel.

miércoles, 5 de febrero de 2020

"FRIDA" de Yolanda Reyes. Lectura para 6°

De regreso al estudio. Otra vez, primer día de colegio. Faltan tres meses, veinte días y cinco horas para las próximas vacaciones. El profesor no preparó clase. Parece que el nuevo curso lo toma de sorpresa. Para salir del paso, ordena con una voz aprendida de memoria:

–Saquen el cuaderno y escriban con esfero azul y buena letra, una composición sobre las vacaciones. Mínimo una página por lado y lado, sin saltar renglón. Ojo con la ortografía, y la puntuación. Tienen cuarenta y cinco minutos. ¿Hay preguntas?

Nadie tiene preguntas. Ni respuestas. Sólo una mano que no obedece órdenes porque viene de vacaciones. Y un cuaderno rayado de cien páginas, que hoy se estrena con el viejo tema de todos los años: “¿Qué hice en mis vacaciones?”

“En mis vacaciones conocí a una sueca. Se llama Frida y vino desde muy lejos a visitar a sus abuelos colombianos. Tiene el pelo más largo, más liso y más blanco que he conocido. Las cejas y las pestañas también son blancas. Los ojos son de color cielo y, cuando se ríe, se le arruga la nariz. Es un poco más alta que yo, y eso que es un año menor. Es lindísima.

Para venir desde Estocolmo, capital de Suecia, hasta Cartagena, ciudad de Colombia, tuvo que atravesar prácticamente la mitad del mundo. Pasó tres días cambiando de aviones y de horarios. Me contó que en un avión le sirvieron el desayuno a la hora del almuerzo y el almuerzo a la hora de la comida y que luego apagaron las luces del avión para hacer dormir a los pasajeros, porque en el cielo del país por donde volaban era de noche.

Así, de tan lejos, es ella y yo no puedo dejar de pensarla un solo minuto. Cierro los ojos para repasar todos los momentos de estas vacaciones, para volver a pasar la película de Frida por mi cabeza.

Cuando me concentro bien, puedo oír su voz y sus palabras enredando el español. Yo le enseñé a decir camarón con chipichipi, chévere, zapote y otras cosas que no puedo repetir. Ella me enseñó a besar. Fuimos al muelle y me preguntó si había besado a alguien, como en las películas. Yo le dije que sí, para no quedar como un inmaduro, pero no tenía ni idea y las piernas me temblaban y me puse del color de este papel.

Ella tomó la iniciativa. Me besó. No fue tan fácil como yo creía. Además fue tan rápido que no tuve tiempo de pensar “qué hago”, como pasa en el cine, con esos besos larguísimos. Pero fue suficiente para no olvidarla nunca. Nunca jamás, así me pasen muchas cosas de ahora en adelante.

Casi no pudimos estar solos Frida y yo. Siempre estaban mis primas por ahí, con sus risitas y sus secretos, molestando a “los novios”. Sólo el último día, para la despedida, nos dejaron en paz. Tuvimos tiempo de comer raspados y de caminar a la orilla del mar, tomados de la mano y sin decir ni una palabra, para que la voz no nos temblara.

Un negrito pasó por la playa vendiendo anillos de carey y compramos uno para cada uno. Alcanzamos a hacer un trato: no quitarnos los anillos hasta el día en que volvamos a encontrarnos. Después aparecieron otra vez las primas y ya no se volvieron a ir. Nos tocó decirnos adiós, como si apenas fuéramos conocidos, para no ir a llorar ahí, delante de todo el mundo.

Ahora está muy lejos. En “esto es el colmo de lo lejos”, ¡en Suecia! y yo ni siquiera puedo imaginarla allá porque no conozco ni su cuarto, ni su casa, ni su horario. Seguro está dormida mientras yo escribo aquí, esta composición.

Para mí la vida se divide en dos: antes y después de Frida. No sé cómo pude vivir estos once años de mi vida sin ella. No sé cómo hacer para vivir de ahora en adelante. No existe nadie mejor para mí. Paso revista, una por una, a todas las niñas de mi clase (¿las habrá besado alguien?).

Anoche me dormí llorando y debí llorar en sueños porque la almohada amaneció mojada. “Esto de enamorarse es muy duro…”.

Levanto la cabeza del cuaderno y me encuentro con los ojos del profesor clavados en los míos.

– A ver, Santiago. Léanos en voz alta lo que escribió tan concentrado.

Y yo empiezo a leer, con una voz automática, la misma composición de todos los años:

“En mis vacaciones no hice nada especial. No salí a ninguna parte, me quedé en la casa, ordené el cuarto, jugué fútbol, leí muchos libros, monté en bicicleta, etcétera, etcétera”.

El profesor me mira con una mirada lejana, incrédula, distraída. ¿Será que él también se enamoró en estas vacaciones?

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Yolanda Reyes

Nació en Bucaramanga en 1959. Hizo estudios en educación con especialización en filología y Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá y especialización en lengua y literatura española en el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid. En 1986, participó en la iniciación del proyecto de la Fundación Rafael Pombo como coordinadora de la Biblioteca Infantil, desarrollando talleres de animación a la lectura para niños y profesores. Profesora universitaria en las áreas de literatura y lectoescritura. Es una de las fundadoras de Espantapájaros, taller donde desarrolla un trabajo especializado en formación literaria con los niños más pequeños. Ha escrito en diferentes revistas especializadas en el tema de la literatura y el libro infantiles como |Hojas de Lectura, publicada por Fundalectura,|Revista latinoamericana de literatura infantil y juvenil, publicación de los IBBY de América Latina y |El libro en América Latina y el Caribe, del Cerlalc. Es coautora de |El libro de los días, agenda para el colegio y las vacaciones, junto con Clarisa y Pedro Ruiz. Ha escrito libros de texto en el área de español y literatura. En cuanto al trabajo de animación a la lectura para adultos, ha publicado |La aventura de leer, uno de los módulos sobre lectura del proyecto Cerlalc-ICBF, con madres comunitarias. Recibió Mención de Honor en el Concurso Internacional de Cuentos Raimundo Susaeta, 1993, y en el Concurso Nacional de Literatura Infantil de Comfamiliar del Atlántico, 1993. En 1994, ganó el Premio de Literatura Infantil “Noveles Talentos” de Fundalectura con su libro |El terror de sexto B y otras historias de colegio, publicado por Editorial Santillana, 1995.

martes, 4 de febrero de 2020

TEXTO DE AVENTURA PARA 7°


Las Aventuras de Robinson Crusoe Por Daniel Defoe
Capítulo I Obsesión marinera

 Nací el 1632, en la ciudad de York, donde mi padre se había retirado después de acumular una no despreciable fortuna en el comercio. Mi nombre original es Róbinson Kreutznaer, pero debido a la costumbre inglesa de desfigurar los apellidos extranjeros quedó convertido en Crusoe, forma que ahora empleamos toda la familia.

 Tenía yo dos hermanos mayores. Uno de ellos, que era militar, fue muerto en la batalla de Dunquerque, librada contra los españoles. En cuanto al segundo, no sé la suerte que haya corrido. Como yo no tenía profesión alguna, mi padre, que aunque de edad avanzada me había educado lo mejor que pudo, pretendía que estudiara leyes. Pero mis inclinaciones eran distintas. Dominábame el deseo de hacerme marino y de correr por los mares las más diversas aventuras.

 Esto iba contra la voluntad de mi padre, que me había amonestado repetidas veces, así como contra los cariñosos consejos y súplicas de mi madre. Pero todo hacía parecer que un secreto destino me arrastraba hacia una vida llena de peligros. Un día en que mi madre parecía estar más contenta que de costumbre, le volví a plantear el problema de mi pasión por ver mundo, rogándole que tratara de persuadir a mi padre a fin de que me diera el permiso para realizar un viaje por mar. Le dije que más le valdría concederme el permiso que obligarme a tomármelo por mi propia cuenta, prometiéndole, en caso de desistir después de dicha vida errante, recuperar el tiempo que hubiera perdido redoblando mis esfuerzos. A todo esto, mi madre se apenó mucho, como es de suponerse, manifestándome que sería trabajo inútil tratar el asunto con mi padre.

 Luego me advirtió que, si insistía en tales desatinos, no veía ella ningún remedio, pero que sería vano tratar de alcanzar el consentimiento paterno ni el suyo, puesto que no estaba dispuesta a contribuir a mi desgracia. Pese a ello, luego supe que le había contado a mi padre todo cuanto le hablé, y que éste le confesó la poca fe que tenía en los esfuerzos de ambos por disuadirme, añadiendo que yo acabaría por imponer mi voluntad. Y así sucedió un año más tarde. Cierto día, hallándome en Hull, encontré a un compañero que estaba a punto de partir para Londres en un barco de su padre. Me invitó a acompañarlo, diciéndome para animarme que no me costaría nada el pasaje. En esta forma, y sin siquiera haber pedido la bendición paterna ni implorado la protección del cielo, me embarqué en aquel navío que llevaba carga para Londres.

 Fue el primero de septiembre de 1651, el día más fatal de mi vida. Dudo de que jamás haya existido un joven aventurero cuyos infortunios empezasen más pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación hubo salido del río Humber, cuando se desencadenó un fuerte viento y el mar se agitó sobremanera. Como era la primera vez que navegaba, el malestar y el pánico se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu, sumiéndome en una angustia muy difícil de expresar. En esos momentos empecé a reflexionar sobre la justicia de Dios, que castigaba a quien había desoído el mandato de sus padres, insensible a los ruegos y a las lágrimas maternas. La voz de mi conciencia, que aún no estaba endurecida como lo estuvo luego, me acusaba vivamente por haberme apartado de mis deberes más sagrados.

 La tempestad arreciaba a cada momento y las olas se revolvían enfurecidas, y aunque aquello fuese poco en comparación con lo que me estaba reservado ver más adelante, y sobre todo pocos días después, era ya lo suficiente para impresionar a un marino en ciernes como yo. Por momentos esperaba ser tragado por las aguas, y cada vez que el barco cabeceaba creía tocar el fondo del mar para no salir más de él. En aquel trance de angustia hice varias veces el voto de renunciar a semejantes aventuras si es que lograba salvarme, para en lo sucesivo acogerme a los prudentes y sabios consejos paternos. Dicha resolución duró, sin embargo, muy poco tiempo.

Al día siguiente, en cuanto el viento hubo amainado y el mar se aquietó, empecé a serenarme, aunque me sentía fatigado por el mareo. Al atardecer el viento había cesado por completo y el ambiente se había despejado para dar paso a una noche tranquila. Al mismo tiempo empezaban a borrarse de mi mente los buenos propósitos que horas antes había formulado. Aquella noche dormí muy bien, de suerte que, lejos de sentirme molesto por el mareo, me encontré animado y fuerte.

 Contemplaba admirado el mar que la víspera se había ofrecido tan terrible y bravo y que tan sereno y tranquilo se mostraba en aquel instante. Me hallaba embebido en tales ideas cuando mi compañero, el joven que me había embarcado en semejante aventura, temiendo que persistiera en mis propósitos de enmienda, se aproximó y, dándome un golpecito en las espaldas, me dijo:

 —Apostaría cualquier cosa a que anoche tuviste miedo, y eso que no fue sino una pequeña ráfaga de viento. —¡Cómo! —exclamé—. ¿Llamas una pequeña ráfaga de viento a lo que fue un temporal terrible? —¿Un temporal? —me contestó—.

¡Eres un inocente! ¡Si no ha sido nada! Además, nosotros nos reímos del viento cuando tenemos un buen barco. ¿Ves ahora qué hermoso tiempo hace? Vamos a preparar un ponche... Para abreviar este triste pasaje de mi historia, sólo diré que seguimos las viejas costumbres marinas: se hizo el ponche, me emborraché, y en aquella noche de libertinaje quebranté todos mis votos, olvidé todos mis arrepentimientos acerca de mi conducta pasada y todas mis resoluciones para el futuro. Cierto es que tuve algunos momentos de lucidez y que volvían a mi mente los buenos pensamientos; pero yo los rechazaba, dedicándome a beber y cuidando de estar siempre acompañado a fin de evitarlos.

 En esta forma, a los cinco o seis días logré sobre mi conciencia un triunfo tan completo como pudiera ambicionarlo un joven que busca ahogar sus desasosiegos. Al sexto día de navegación fondeamos en la rada de Yarmouth. Teniendo viento contrario, adelantamos poco después de la tempestad, viéndonos precisados a echar el ancla en dicho sitio y permanecer en él, pues el viento siguió soplando del sudoeste siete u ocho días consecutivos, durante los cuales muchos barcos de Newcastle se refugiaron en la misma rada.
 Con todo, no habríamos dejado transcurrir tanto tiempo sin llegar a la embocadura del río si no hubiera sido tan fuerte el viento. Al octavo día, llegada la mañana, arreció aún más éste y se llamó a toda la tripulación para una maniobra de urgencia. Habiéndose puesto muy gruesa la mar, el castillo de proa se hundía a cada momento y las olas inundaban el barco. El temporal era terrible y yo veía el asombro y el pánico dibujados en los rostros de los marineros. Pese a que el capitán era un hombre que no se arredraba fácilmente ante el peligro, le oí exclamar en voz baja estas palabras:

 —¡Dios mío, apiádate de nosotros! ¡Estamos perdidos! Entretanto, yo me había tendido, inmóvil y helado de espanto, en mi camarote junto al timón, no pudiendo decir cuál era el estado de mi ánimo.

 La vergüenza me atormentaba al acordarme de mi primer arrepentimiento que tan luego había olvidado por un increíble endurecimiento de mi corazón. Al salir del camarote para ver lo que sucedía fuera, presencié el espectáculo más terrible que jamás hubiera visto: las olas, que se alzaban como montañas, rompían a cada momento contra nosotros. Por todas partes sólo se veía desolación. Por cerca de nosotros pasaron enormes buques sumamente cargados, que arrastraban sus mástiles rotos. Nuestros tripulantes afirmaban que acababa de irse a pique un barco que se encontraba a no más de una milla de nosotros.

 Otras embarcaciones iban a la deriva, arrancadas de sus anclas por la furia de las olas y arrastradas a alta mar. A la caída de la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron autorización al capitán para cortar el palo trinquete, a lo que accedió. Una vez cortado aquél, agitábase tan violentamente el palo mayor, que hubo necesidad de deshacerse también de éste, con lo que la cubierta quedó completamente llana. La tempestad no cedía y nuestro barco, aunque bueno, iba tan hundido debido a la sobrecarga, que nos hacía pensar que pronto se iría a pique. Para colmo de males, a eso de la medianoche un hombre que había bajado, por orden del capitán, al fondo de la bodega para inspeccionarla, dijo que en ésta había un boquete por el que hacía agua. La sola llamada que hicieron a todos para que acudieran a la bomba me produjo tal impresión que caí de espaldas en mi cama. Mas los tripulantes vinieron a sacarme de mi desmayo, diciéndome que si hasta entonces no había servido yo para nada, en aquel momento era tan eficaz como cualquier otro para manipular la bomba.

Me incorporé y, encaminándome a ésta, trabajé vigorosamente. Entretanto pasaban estas cosas, el capitán ordenó disparar un cañonazo en señal del extremo peligro en que nos encontrábamos. Pero yo, que ignoraba lo que aquello significaba, quedé muy sorprendido y pensé que se había destrozado el barco. Me desmayé en el acto, tardando bastante tiempo en volver en mí.

 La bomba seguía trabajando, pero el agua continuaba anegando la bodega y, por más que la tempestad había empezado a disminuir, todo nos hacía pensar en que el buque iba a zozobrar. Como ya no era posible pretender alcanzar algún puerto, se siguieron disparando cañonazos en señal de socorro. Un barco pequeño, que a la sazón pasaba a nuestro lado, nos lanzó un bote en el cual, y no sin muchas dificultades y riesgos, pudimos entrar. No habían pasado quince minutos que habíamos abandonado el barco cuando lo vimos zozobrar. Confieso que cuando los tripulantes me dijeron que se iba a pique, casi ya no podía distinguir los objetos, pues desde el momento en que entré en el bote estaba como petrificado, no tanto por el miedo cuanto por mis propios pensamientos, que me anticipaban todos los horrores del futuro. Momentos después, y cuando el bote se elevaba por encima de las enormes olas, distinguimos a lo largo de la orilla una gran cantidad de gente que acudía a auxiliarnos.

 Nuestros tripulantes remaban con denuedo, pero apenas lográbamos avanzar hacia la costa. Por otra parte, mientras no consiguiéramos pasar el faro de Winterton no podríamos llegar a tierra, pues más allá la costa, por la parte de Cromer, replegándose hacia el Oeste, nos ponía al abrigo de la violencia del viento. En dicho lugar, y no sin grandes esfuerzos, pusimos por fin y felizmente pie en tierra. Desde allí fuimos caminando a Yarmouth, donde se nos trató con gran consideración, tanto por parte de las autoridades, que nos facilitaron buenos alojamientos, cuanto por la de los comerciantes y armadores, que nos dieron suficiente dinero para llegar a Londres o para regresar a Hull, según nos conviniera.

En dicha oportunidad debí tener la prudencia de elegir el camino de Hull para volver a la casa paterna. Pero, como contaba con el dinero suficiente para ello, decidí ir primero a Londres por tierra. Tanto en esta ciudad como durante el trayecto, tuve largos debates conmigo mismo acerca del modo de vida que debía seguir. Se trataba de resolver si había de regresar a casa o si habría de embarcarme nuevamente. 
A medida que pasaba el tiempo se iba borrando de mi memoria el recuerdo de la última desgracia, continuando en cambio la invencible repugnancia que sentía hacia la idea del regreso al hogar. 

Imaginábame que todo el vecindario me señalaría con el dedo y que tanto ante mis padres cuanto ante los demás habría de sentirme avergonzado. En esta forma el amor propio pudo más que la razón y decidí embarcarme nuevamente en algún buque que zarpara hacia las costas del África, o, según el lenguaje corriente de los marineros, hacia Guinea.

Capítulo II Un esclavo tras su libertad
Cuando llegué a Londres tuve la suerte de caer en muy buenas manos, cosa nada corriente en un joven tan precipitado y aturdido como yo era. La primera persona que conocí fue un capitán de barco que acababa de llegar de Guinea, después de un viaje que le había dado buenos resultados, razón por la cual tenía resuelto regresar nuevamente. Le agradó mucho mi conversación y, habiéndome oído decir que sentía vivos deseos por conocer mundo, me ofreció que me embarcara con él, adelantándome que ello no me significaría el menor gasto y que, si deseaba llevar algunos objetos conmigo, gozaría de todas las ventajas que puede brindar el comercio.

 Habiéndole aceptado su ofrecimiento al capitán, que era un hombre honrado y sincero, invertí en dicha empresa la suma de cuarenta libras esterlinas, que gasté en quincallería, siguiendo su consejo. Dicho dinero logré reunirlo con la ayuda de algunos parientes que, según tengo entendido, habían persuadido a mis padres a que secretamente contribuyeran a mi primera aventura. Debo decir que, de todos mis viajes, aquél fue el único que me produjo verdaderas ventajas, debiéndoselo sin duda alguna a la buena fe y generosidad del capitán. Entre éstas obtuve el haber aprendido regularmente las matemáticas y las reglas de la navegación, a calcular con exactitud el recorrido de un barco, a orientar debidamente el velamen, y, en general, todo aquello que no puede ignorar un marino.

Esto, sin considerar el aspecto comercial, ya que traje por mi cuenta cinco libras y nueve onzas de oro en polvo, lo que en Londres convertí en unas trescientas libras esterlinas. Pero dicho éxito, al alentarme vastos proyectos inmediatos, causó a la postre mi total ruina. A los pocos días de nuestra llegada a Londres murió mi buen amigo el capitán del barco. Pese a ello, resolví repetir el viaje, dejando depositadas en manos de su viuda doscientas libras esterlinas y llevando las cien restantes convertidas en quincallería. En esta forma volví a hacerme a la mar en el mismo barco, con un hombre que en el anterior viaje había sido piloto y ahora lo gobernaba. El viaje fue de lo más desdichado. Cuando nos encontrábamos entre el archipiélago de las Canarias y las costas de África, fuimos sorprendidos por un corsario turco de Salé, que venía dándonos caza a toda vela. Por nuestra parte, dimos al viento todas las nuestras tratando de escapar, pero, al ver que no dejaría de alcanzarnos en algunas horas, nos aprestamos para el combate.

 El barco corsario llevaba a bordo dieciocho cañones, mientras que el nuestro sólo contaba con doce. En el primer ataque, el corsario sufrió una equivocación, pues, en vez de atacarnos por la popa, como era su intención, descargó su andanada sobre uno de nuestros costados, y entonces nosotros se la devolvimos con ocho de nuestros cañones. En esta forma lo hicimos retroceder, pero antes nos lanzó una segunda andanada y descargó su mosquetería, que estaba manejada por doscientos tiradores. Nuestros hombres, aun con esto, se mantuvieron firmes y no tuvimos heridos.

 El corsario renovó el combate, pero ahora llegando por el otro lado al abordaje. Saltaron a nuestra cubierta unos sesenta de los suyos, que empezaron a cortar mástiles y jarcias, mientras que nosotros los recibimos con mosquetes y granadas. Dos veces los rechazamos de nuestra cubierta, pero, finalmente, y habiendo quedado desmantelado el barco y muertos tres de nuestros hombres y otros ocho heridos, nos vimos obligados a rendirnos y fuimos llevados prisioneros a Salé, puerto que pertenece a los moros.

 El trato que recibí en dicho lugar no fue tan terrible como lo esperaba. El capitán del corsario, viéndome joven y ágil, se quedó conmigo como su participación en el botín, evitando así el que fuera llevado con los demás al lugar de la residencia del emperador. Sin embargo, dicha situación, que de hombre libre me transformaba en esclavo, me angustió sobremanera. Las palabras proféticas de mi padre, cuando me dijo que llegaría a ser un miserable y que no tendría a nadie que me socorriera en la desgracia, acudieron a mi memoria. Con todo, aquello no sería sino una muestra de las mayores calamidades que habrían de sucederme todavía.

Mi nuevo amo me llevó a su casa, en la que desempeñaba los oficios ordinarios de un doméstico. Sin embargo, y como había dispuesto que me acostase en su camarote para cuidar el barco, no hacía sino forjar planes para evadirme de la esclavitud. Pasaron así dos largos años sin que se me presentara la menor oportunidad de ejecutar mis fantásticos proyectos. Las únicas veces que conseguía navegar con la chalupa era para hacerle compañía cuando salía a entretenerse pescando en la rada. En dichas oportunidades me llevaba consigo, así como también a un joven esclavo moro, a fin de que remáramos y lo ayudáramos en la pesca, faena en la que yo era bastante hábil. Él se mostraba tan contento que, algunas veces, me enviaba a pescar con un pariente suyo llamado Muley y con el joven esclavo, a condición de que le pasáramos de nuestra pesca una porción para su comida. Un día resolvió salir en la chalupa a pescar y divertirse con tres moros de familias distinguidas, para lo que había ordenado provisiones especiales que fueron embarcadas la víspera.

 A mí me encargó que tuviera listas las tres escopetas con pólvora y municiones, pues también quería recrearse con la caza de algunas aves. A la mañana siguiente me encontraba yo en la chalupa con todas las cosas arregladas para recibir dignamente a sus huéspedes, cuando vi venir a mi patrón completamente solo, pues sus invitados habían diferido la partida a causa de sus ocupaciones. Sin embargo, me dijo que saliese a pescar con la chalupa, acompañado, como de costumbre, por el hombre y el joven aludidos, pues esa noche tenía que cenar con sus amigos y precisaba provisiones. Inmediatamente renació en mí el deseo de libertarme de la esclavitud y, pensando que en pocos momentos más tendría a mi disposición un pequeño barco, empecé a prepararme, ya no para la pesca, sino para recuperar mi libertad, aunque ignorante del rumbo que debería luego seguir.

 A tal fin hice llevar a la chalupa cuantos alimentos y herramientas podrían serme útiles, tendiéndole finalmente al moro un lazo en el cual cayó. —Muley —le dije—, nosotros tenemos las escopetas de nuestro amo; ¿no podríamos traer pólvora y municiones para cazar por nuestra cuenta algunas aves marinas? —Sí —respondió—, voy a buscarlas.

 Una vez que Muley regresó y estuvimos provistos de todo lo necesario, salimos del puerto sin que los guardias del castillo hicieran caso alguno de nosotros, puesto que nos conocían. El viento soplaba del norte, lo que era contrario a mis deseos, ya que con el del sur hubiera alcanzado las costas españolas o, por lo menos, entrado en la bahía de Cádiz. Pero, resuelto como yo estaba a libertarme de aquella indigna servidumbre, todo lo demás me traía sin cuidado. Largo rato estuvimos pescando sin resultado alguno, por que, cuando sentía que algún pez picaba, no tiraba del anzuelo por temor de que lo viese el moro.

 Finalmente, le dije: —Aquí no conseguimos nada y, como nuestro amo desea estar bien servido, es preciso que nos alejemos más. Como Muley no tenía ninguna malicia, estuvo de acuerdo y, dirigiéndose a proa, largó las velas. Yo, desde el timón, conduje la chalupa cerca de una milla más allá, después de lo cual arrié las velas para simular que pescaba. Luego, dejando el timón al muchacho, me aproximé al moro, que seguía en la proa, y, fingiendo agacharme para recoger alguna cosa que se hallara detrás de él, lo levanté de ambas piernas arrojándolo al mar. No tardó el moro en volver a la superficie, pues nadaba muy bien; me llamó y suplicó para que le dejase subir a bordo, prometiéndome que me seguiría hasta el fin del mundo. Nadaba con tanto vigor y el viento soplaba tan débilmente, que muy pronto iba a alcanzarnos. Entonces tomé una de las escopetas y, apuntándole, le dije: —Mirad, amigo: no es mi intención causaros daño alguno, siempre que permanezcáis sereno.

 Sabéis nadar lo bastante para llegar a tierra y, como el mar está tranquilo, aprovechaos de su calma para regresar y separarnos, así como buenos amigos. Pero en caso de que intentéis subir a bordo, os abriré la cabeza de un tiro, pues estoy resuelto a recobrar mi libertad. A estas palabras nada respondió, sino que dio la vuelta empezando a nadar hacia tierra. Siendo un nadador magnífico, estoy seguro de que llegó sin novedad a la costa.

 Después que Muley se hubo alejado, me volví al joven esclavo moro, llamado Xuri, y le dije: —Xuri, si prometes serme fiel, te trataré en la mejor forma; pero tendrás que jurarlo por Mahoma. En caso contrario te arrojaré también al mar. El muchacho me dirigió una sonrisa y me habló en forma tan inocente, que desvaneció toda desconfianza. Juróme fidelidad y seguirme a donde yo quisiera.

 Cuando el moro desapareció de mi vista y empezó a oscurecer, cambié el rumbo de la embarcación hacia el sudoeste, cuidando de no apartarme demasiado de tierra. Como tenía viento favorable, recorrí tanto que al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando divisé tierra de lejos, calculé hallarme a ciento cincuenta millas al sur de Salé, muy distante ya de los dominios del emperador de Marruecos.

Durante cinco días seguí navegando a favor de aquel viento, sin divisar ningún barco de Salé. Al cabo de dicho tiempo cambió el viento y, temiendo que si venía algún barco en mi persecución no dejaría de darme caza, me aventuré a aproximarme a la costa y anclar en la embocadura de un río desconocido. Al anochecer entramos en la pequeña bahía, pues tenía el propósito de ir a nado a recorrer aquellos parajes en cuanto fuera noche cerrada para procurarnos agua fresca. Pero, en cuanto hubo oscurecido, oímos unos ruidos tan horribles, producidos seguramente por fieras desconocidas por nosotros, que el pobre muchacho me suplicó vivamente que no desembarcara hasta que fuera de día. A sus ruegos le dije:

 —Bien, Xuri; ahora no desembarcaré; pero de día corremos el riesgo de que nos vean hombres tan peligrosos como las mismas fieras. —En ese caso —me contestó riendo—, les pegaremos un tiro para que huyan. Me complació verlo tan animado y, para fortalecerlo más, le di una copita de licor.

Echamos el ancla con la intención de dormir, pero no había manera de hacerlo. Durante algunas horas vimos cómo se lanzaban al agua unos animales gigantescos, revolcándose y profiriendo alaridos horrísonos. No es posible dar una idea exacta de los espantosos rugidos y gritos que se elevaban desde la orilla. Esto me hizo ver que habíamos hecho muy bien en ser prudentes y no aventurarnos de noche por aquellos lugares.
De todos modos, nos veíamos obligados a desembarcar en algún sitio para abastecernos de agua dulce. Xuri me expresó que si lo dejaba ir a tierra con un jarro, él descubriría el lugar donde había agua y me la traería. Cuando le pregunté por qué quería ir él en vez de que lo hiciera yo, me respondió con el mayor cariño:

 —Porque si hay salvajes, me comerán a mí y vos os podréis salvar. —Iremos los dos, querido Xuri —le respondí—; y si encontramos salvajes, los mataremos y así ninguno de los dos les servirá de presa. Una vez que aproximamos la chalupa a tierra, saltamos ambos sin llevar otra cosa que nuestras armas y dos jarras. El muchacho descubrió un lugar algo más bajo que se internaba una milla en tierra. Se precipitó hacia dicho sitio, pero poco rato después lo vi volver corriendo.

Inmediatamente supuse que se había encontrado con algún salvaje o fiera peligrosa que lo perseguía y salí rápidamente a su encuentro. Cuando estuve bastante cerca de él vi que algo colgaba de su hombro: era un animal que había cazado, muy semejante a una liebre, aunque de otro color y con las patas más largas. Una vez que nos regalamos con la pieza y llenamos nuestras jarras, nos dispusimos a emprender de nuevo nuestra ruta.

Como yo no llevaba ninguno de los instrumentos indispensables para la navegación, no sabía exactamente en qué lugar me encontraba. De todos modos, pude juzgar que esa región estaba entre las tierras del emperador de Marruecos y la Nigricia. Alguna vez creí distinguir de día el Pico de Teide de la isla de Tenerife, habiendo intentado adentrarme en el mar para llegar a ella. Pero tanto los vientos en contrario como la misma mar, demasiado gruesa para mi frágil chalupa, me obligaron a retroceder hacia la costa.

 Un día, ya de madrugada, fuimos a fondear a un pequeño cabo, esperando que la marea que subía nos llevase más adelante. Xuri, que tenía la vista más aguda que yo, me dijo en voz baja que nos alejásemos de la orilla. —¿No veis —añadió— aquel terrible monstruo que duerme tendido al pie de la colina? Dirigí la mirada hacia el lugar que me señalaba, descubriendo en efecto un monstruoso animal: era un enorme león, echado sobre el declive de una altura. —Xuri —le dije entonces—, anda a tierra y mátalo. El muchacho pareció asustarse muchísimo, pues me contestó:

—¿Matarlo yo? ¡Si me tragaría de un bocado! De inmediato cargué las tres escopetas y, apuntándole detenidamente a la fiera, traté de hacer blanco en su cabeza. Pero, como se hallaba acostada de modo que con una pata se cubría el hocico, las balas le hirieron alrededor de la rodilla rompiéndole el hueso. Se incorporó rugiente, pero, sintiendo la pata rota, volvió a echarse. Nuevamente se levantó y empezó a rugir de un modo aún más horrible.

 Yo, algo sorprendido de no haberle dado en la cabeza, cogí la segunda escopeta y le disparé un segundo tiro, mientras la fiera iniciaba la huida. Esta vez tuve más suerte, ya que le di en el blanco propuesto, cayendo la fiera mortalmente herida. Esto animó a Xuri de tal modo que, una vez que le concedí el permiso que me había pedido, se lanzó al agua con una escopeta en un brazo y nadando con el otro hasta ganar la orilla. Se abalanzó sobre la fiera, rematándola con un tercer disparo hecho a boca de jarro en la oreja.

 Luego pensé que la piel de aquel león nos podría ser de alguna utilidad y resolví despellejarlo. En dicha labor Xuri fue mi maestro, pues yo no sabía cómo empezar. Esto nos llevó todo el día. Después tendimos la piel en el camarote, la que al cabo de dos días estuvo seca y la hice servir de colchón. Continuamos navegando siempre hacia el sur por espacio de diez días más, y pude observar que la costa estaba habitada. Eran negros y no llevaban vestidos.

 Como le manifestara a Xuri mis deseos de desembarcar, me advirtió prudentemente de los peligros que correríamos, haciéndome desistir. Con todo, bogué cerca de la costa para poderles hablar, mientras que ellos corrían a lo largo de la playa. Entonces pude observar que no llevaban armas, excepto uno de ellos que portaba un pequeño bastón. Xuri me explicó que se trataba de una lanza que los negros sabían arrojar muy lejos y con gran destreza, en vista de lo cual me detuve a una respetuosa distancia y les pedí por señas que nos dieran algo de comer.
 A su vez ellos me dieron a entender que irían a buscar provisiones, mientras nosotros arriábamos la vela. Dos de ellos corrieron tierra adentro para volver antes de media hora, trayendo dos trozos de carne seca y granos, que, aunque no sabíamos de qué especie eran, los aceptamos. Solamente faltaba saber con qué precauciones podríamos tomar aquellas provisiones, pues yo no tenía deseos de ir a tierra y los salvajes, por su parte, nos temían. Entonces adoptaron un medio tan conveniente para ellos como para nosotros: dejaron en la orilla lo que tenían que darnos y luego se retiraron hacia el interior; mientras tanto, nosotros fuimos por las provisiones y las trajimos a la chalupa, dejándoles a cambio una botella de licor, que luego ellos retiraron.

 Igual procedimiento seguimos para que nos renovaran el agua de nuestras jarras. Con aquellas provisiones icé nuevamente la vela y proseguimos navegando hacia el sur durante once días, sin aproximarnos a la costa. Entonces pude observar que el continente entraba bastante en el mar y tuve que dar un largo rodeo para contornearlo. Desde allí vi claramente otras tierras en el lado opuesto, cayendo en la cuenta de que por un lado tenía el Cabo Verde y por el otro las islas del mismo nombre. Estaba yo indeciso sobre hacia cuál de ambos extremos debía hacer rumbo, ya que si el viento arreciaba bien podía impedirme llegar a cualquiera de ellos.