miércoles, 1 de julio de 2015

EL PESCADOR Y SU MUJER - TEXTO PARA ANÁLISIS 6º

El pescador y su mujer
Hermanos Grimm

Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo; y pescaba y pescaba sin cesar. Un día estaba sentado junto a su caña en la ribera, contemplando el agua cristalina, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo, y al sacarlo vio que colgaba de él un lenguado muy grande, el cual le dijo:
— Te suplico que no me quites la vida; no soy un lenguado verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si mi carne no te gustaría mucho? Échame al agua y déjame nadar.
— Bueno –dijo el pescador–, no tenías necesidad de hablar tanto, pues de todos modos no haría otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un lenguado que sabe hablar.
Lo echó al agua y el lenguado se sumergió en el fondo, dejando tras de sí una larga huella de sangre.
El pescador volvió a la choza donde estaba su mujer:
— Marido mío –le dijo ella–, ¿no has cogido hoy nada?
— No –contestó el marido–, he cogido un lenguado que me dijo que era un príncipe encantado y lo he devuelto al agua.
— ¿No le has pedido nada para ti? –replicó la mujer.
— No –repuso el marido–, ¿y qué había de pedirle?
— ¡Ah! – respondió la mujer–, es tan triste tener que vivir siempre en una choza tan sucia y maloliente como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve a la orilla y llámalo; dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, con seguridad que nos la dará.
— ¡Pero cómo! –dijo el marido–, ¿y por qué he de volver?
— ¿No lo has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Ve corriendo.
Al marido no le hacía ninguna gracia pero no quería contrariar a su mujer, así que fue a la orilla del mar, y al llegar vio que el agua estaba toda amarilla y toda verde, y no tan cristalina. Se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
El lenguado se acercó y le dijo:
— ¿Qué quieres?
— ¡Ah! –repuso el hombre–, hace poco que te he cogido; mi mujer dice que he debido pedirte algo. Está cansada de vivir en una choza; le gustaría tener una casa de madera.
— Vuelve a tu casa –le dijo el lenguado–, pues ya la tiene.
Cuando el marido volvió, su mujer no estaba ya en la choza; en su lugar había una casa pequeña, y ella estaba a la puerta sentada en un banco. Lo cogió de la mano y le dijo:
— Entra y mira: esto es mucho mejor.
Entraron y vieron que dentro de la casa había una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su tetera de cobre y estaño muy reluciente, y todos los utensilios indispensables. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas.
— ¿Ves –le dijo la mujer–, qué bonito es esto?
— Sí –respondió el marido–, si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.
— Ya veremos qué nos conviene, replicó la mujer.
Después comieron y se acostaron.
Continuaron así durante ocho o quince días, al cabo de los cuales dijo la mujer:
— ¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños..! El lenguado ha debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscarlo; es preciso que nos dé un palacio.
— ¡Pero cómo, mujer! –replicó el marido–, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos servirá vivir en un palacio?
— Ve –dijo la mujer–, el lenguado puede hacerlo, y lo hará con mucho gusto.
— No, mujer –replicó el marido–, el lenguado acaba de darnos esta casa; no quiero volver, temería importunarlo.
— Ve –insistió la mujer–, ve, te digo.
El marido sentía vergüenza y se repetía: eso no está bien; pero, sin embargo, obedeció.
Al llegar al mar, el agua estaba de color violeta y azul oscuro; no verde y amarilla como la primera vez; sin embargo, seguía en calma. El pescador se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
— ¿Qué quiere ahora tu mujer? –preguntó el lenguado.
— ¡Ah! –contestó el marido medio apenado–, quiere vivir en un palacio grande de piedra.
— Vuelve a tu casa –le dijo el lenguado–, pues ya lo tiene.
El marido regresó, creyendo volver a su casita; pero cuando se acercaba, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, lo cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo–. Él la siguió. El palacio tenía un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; a su paso, numerosos criados abrían las puertas con gran estrépito; las paredes resplandecían y estaban cubiertas de hermosos tapices; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; suspendidas de los techos había espléndidas arañas de cristal, y alfombras en todas las salas y alcobas; las mesas estaban colmadas de los vinos y manjares más exquisitos, al punto que parecía que iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había, además, un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más bellas, con árboles frutales, y por último, un parque de al menos una legua, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera imaginar.
— ¿No es muy hermoso todo esto? –dijo la mujer.
— ¡Oh!, ¡sí! –repuso el marido–, quedémonos aquí y viviremos muy contentos.
— Ya lo veremos –dijo la mujer, y la pareja se fue a dormir.
A la mañana siguiente la mujer despertó primero, acababa de despuntar el día; y desde su cama vio la hermosa campiña; el marido estaba apenas desperezándose, cuando ella le dio con el codo y le dijo:
— Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podríamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al lenguado y dile que queremos ser reyes.
— ¡Cómo, mujer! –repuso el marido–, y ¿para qué queremos ser reyes?, yo no quiero ser rey.
— Pues si tú no quieres ser rey –replicó la mujer–, yo sí quiero ser reina. Ve a buscar al lenguado y dile que quiero ser reina.
— ¡Ah!, mujer –insistió el marido–, ¿para qué quieres ser reina? Eso no se lo voy a decir.
— ¿Y por qué no? –preguntó la mujer–, ve al instante; es preciso que yo sea reina.
Entonces el marido se fue, pero estaba muy consternado de que su mujer quisiera ser reina. Eso no está bien, –no me parece bien en realidad–, se decía. No quiero ir; y sin embargo fue.
Cuando llegó al mar, el agua estaba de un color gris, y subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido. El hombre se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
— ¿Y qué quiere tu mujer?–dijo el lenguado.
— ¡Ah! –contestó el marido–, quiere ser reina.
— Vuelve, que ya lo es –replicó el lenguado. El marido regresó, y cuando se acercaba al palacio vio que se había hecho mucho más grande y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había centinelas y una multitud de soldados con trompetas y tambores. Al entrar vio que todo era de mármol y de oro, con tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Se abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una le llevaba la cabeza a la otra. El marido se adelantó y le dijo:
— ¡Ah, mujer!, ¿con que ya eres reina?
— Sí –le contestó–, ya soy reina.
El hombre la contempló durante un rato y le dijo:
— ¡Ah, mujer!, ¡qué bueno que seas reina! ¡Ahora no tendrás nada más que desear!
— De ningún modo, marido mío –le contestó muy agitada–, hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más–. Ve a buscar al lenguado y dile que puesto que ya soy reina, necesito ser emperatriz.
— ¡Pero, mujer! –replicó el marido–, ¿para qué quieres ser emperatriz? No me atrevo a pedirle eso.
— ¡Yo soy reina –dijo la mujer–, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.
El marido tuvo que ir; por el camino se sintió muy turbado y se decía a sí mismo: Eso no está bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado, el lenguado se cansará.
Al llegar al mar sus aguas estaban negras y hervían a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia. El hombre se estremeció, pero se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
— ¿Y ahora qué es lo que quiere? –dijo el lenguado.
— ¡Ah, lenguado! –le contestó–, mi mujer quiere ser emperatriz.
— Vuelve –dijo el lenguado–, lo es desde este instante.
Volvió el marido, y se encontró con un palacio de mármol pulido, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había legiones de soldados que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto; llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, con incrustaciones de brillantes; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.
Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques; el marido se acercó y le dijo:

— Mujer, ya eres emperatriz.
— Sí –le contestó–, ya soy emperatriz.
Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía el sol. Después de contemplarla detenidamente, le dijo:
— ¡Ah, mujer, qué buena cosa es que seas emperatriz!
Pero ella permanecía tiesa y no decía palabra.
Al fin exclamó el marido:
— ¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?
— Veremos –contestó la mujer.
Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba satisfecha; la ambición le impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.
El marido durmió profundamente, había caminado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontraba nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...
— ¡Ah! –pensó–, ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al lenguado; quiero ser semejante a Dios!
El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:
—¡Mujer! ¿Qué dices?
— Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad.
Y al decir esto lo miró con un ceño tan horrible, que sintió que su cuerpo se bañaba de un sudor frío.
— Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.
— ¡Ah, mujer! –dijo el marido arrojándose a sus pies–, el lenguado no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.
Entonces ella se echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:
— ¡No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante!
El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.
Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro ; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Se puso a gritar, pues apenas podía oírse sus propias palabras:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.

— ¿Qué quieres tú, amigo? –dijo el lenguado.
— ¡Ah –contestó–, ella quiere ser semejante a Dios!
— Vuelve, la encontrarás en la choza.
Y a estas horas viven allí todavía.



No hay comentarios:

Publicar un comentario