ENLACE PARA EL CORTOMETRAJE
https://www.youtube.com/watch?v=Bx2gJ_ykkIo
lunes, 13 de julio de 2015
lunes, 6 de julio de 2015
miércoles, 1 de julio de 2015
EL PESCADOR Y SU MUJER - TEXTO PARA ANÁLISIS 6º
El
pescador y su mujer
Hermanos Grimm
Había
una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar.
El pescador iba todos los días a echar su anzuelo; y pescaba y pescaba sin
cesar. Un día estaba sentado junto a su caña en la ribera, contemplando el agua
cristalina, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más
profundo, y al sacarlo vio que colgaba de él un lenguado muy grande, el cual le
dijo:
— Te
suplico que no me quites la vida; no soy un lenguado verdadero, soy un príncipe
encantado; ¿de qué te serviría matarme si mi carne no te gustaría mucho? Échame
al agua y déjame nadar.
— Bueno
–dijo el pescador–, no tenías necesidad de hablar tanto, pues de todos modos no
haría otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un lenguado que sabe hablar.
Lo echó
al agua y el lenguado se sumergió en el fondo, dejando tras de sí una larga
huella de sangre.
El
pescador volvió a la choza donde estaba su mujer:
— Marido
mío –le dijo ella–, ¿no has cogido hoy nada?
— No
–contestó el marido–, he cogido un lenguado que me dijo que era un príncipe
encantado y lo he devuelto al agua.
— ¿No le has pedido nada para ti?
–replicó la mujer.
— No –repuso el marido–, ¿y qué
había de pedirle?
— ¡Ah! –
respondió la mujer–, es tan triste tener que vivir siempre en una choza tan
sucia y maloliente como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para
nosotros; vuelve a la orilla y llámalo; dile que quisiéramos tener una casa
pequeñita, con seguridad que nos la dará.
— ¡Pero
cómo! –dijo el marido–, ¿y por qué he de volver?
— ¿No lo
has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Ve corriendo.
Al
marido no le hacía ninguna gracia pero no quería contrariar a su mujer, así que
fue a la orilla del mar, y al llegar vio que el agua estaba toda amarilla y
toda verde, y no tan cristalina. Se acercó y dijo:
Tararira
ondino, tararira ondino,
hermoso
pescado, pequeño vecino,
mi
pobre Isabel grita y se enfurece,
es
preciso darle lo que se merece.
El
lenguado se acercó y le dijo:
— ¿Qué
quieres?
— ¡Ah!
–repuso el hombre–, hace poco que te he cogido; mi mujer dice que he debido
pedirte algo. Está cansada de vivir en una choza; le gustaría tener una casa de
madera.
— Vuelve
a tu casa –le dijo el lenguado–, pues ya la tiene.
Cuando
el marido volvió, su mujer no estaba ya en la choza; en su lugar había una casa
pequeña, y ella estaba a la puerta sentada en un banco. Lo cogió de la mano y
le dijo:
— Entra
y mira: esto es mucho mejor.
Entraron
y vieron que dentro de la casa había una bonita sala y una alcoba donde estaba
su lecho, un comedor y una cocina con su tetera de cobre y estaño muy
reluciente, y todos los utensilios indispensables. Detrás había un patio
pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas.
— ¿Ves
–le dijo la mujer–, qué bonito es esto?
— Sí
–respondió el marido–, si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.
— Ya
veremos qué nos conviene, replicó la mujer.
Después
comieron y se acostaron.
Continuaron
así durante ocho o quince días, al cabo de los cuales dijo la mujer:
—
¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto
son tan pequeños..! El lenguado ha debido en realidad darnos una casa mucho más
grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscarlo; es preciso
que nos dé un palacio.
— ¡Pero
cómo, mujer! –replicó el marido–, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué
nos servirá vivir en un palacio?
— Ve
–dijo la mujer–, el lenguado puede hacerlo, y lo hará con mucho gusto.
— No,
mujer –replicó el marido–, el lenguado acaba de darnos esta casa; no quiero
volver, temería importunarlo.
— Ve
–insistió la mujer–, ve, te digo.
El
marido sentía vergüenza y se repetía: eso no está bien; pero, sin embargo,
obedeció.
Al
llegar al mar, el agua estaba de color violeta y azul oscuro; no verde y
amarilla como la primera vez; sin embargo, seguía en calma. El pescador se
acercó y dijo:
Tararira
ondino, tararira ondino,
hermoso
pescado, pequeño vecino,
mi
pobre Isabel grita y se enfurece,
es
preciso darle lo que se merece.
— ¿Qué
quiere ahora tu mujer? –preguntó el lenguado.
— ¡Ah!
–contestó el marido medio apenado–, quiere vivir en un palacio grande de
piedra.
— Vuelve
a tu casa –le dijo el lenguado–, pues ya lo tiene.
El
marido regresó, creyendo volver a su casita; pero cuando se acercaba, vio en su
lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las
gradas, lo cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo–. Él la siguió. El
palacio tenía un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; a su paso,
numerosos criados abrían las puertas con gran estrépito; las paredes
resplandecían y estaban cubiertas de hermosos tapices; las sillas y las mesas
de las habitaciones eran de oro; suspendidas de los techos había espléndidas
arañas de cristal, y alfombras en todas las salas y alcobas; las mesas estaban
colmadas de los vinos y manjares más exquisitos, al punto que parecía que iban
a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con
establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches;
había, además, un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más bellas,
con árboles frutales, y por último, un parque de al menos una legua, donde se
veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera imaginar.
— ¿No es
muy hermoso todo esto? –dijo la mujer.
— ¡Oh!,
¡sí! –repuso el marido–, quedémonos aquí y viviremos muy contentos.
— Ya lo
veremos –dijo la mujer, y la pareja se fue a dormir.
A la
mañana siguiente la mujer despertó primero, acababa de despuntar el día; y
desde su cama vio la hermosa campiña; el marido estaba apenas desperezándose,
cuando ella le dio con el codo y le dijo:
— Marido
mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podríamos llegar a ser reyes
de todo este país? Corre a buscar al lenguado y dile que queremos ser reyes.
— ¡Cómo,
mujer! –repuso el marido–, y ¿para qué queremos ser reyes?, yo no quiero ser
rey.
— Pues
si tú no quieres ser rey –replicó la mujer–, yo sí quiero ser reina. Ve a
buscar al lenguado y dile que quiero ser reina.
— ¡Ah!,
mujer –insistió el marido–, ¿para qué quieres ser reina? Eso no se lo voy a
decir.
— ¿Y por
qué no? –preguntó la mujer–, ve al instante; es preciso que yo sea reina.
Entonces
el marido se fue, pero estaba muy consternado de que su mujer quisiera ser
reina. Eso no está bien, –no me parece bien en realidad–, se decía. No quiero
ir; y sin embargo fue.
Cuando
llegó al mar, el agua estaba de un color gris, y subía a borbotones desde el
fondo a la superficie y tenía un olor fétido. El hombre se acercó y dijo:
Tararira
ondino, tararira ondino,
hermoso
pescado, pequeño vecino,
mi
pobre Isabel grita y se enfurece,
es
preciso darle lo que se merece.
— ¿Y qué
quiere tu mujer?–dijo el lenguado.
— ¡Ah!
–contestó el marido–, quiere ser reina.
—
Vuelve, que ya lo es –replicó el lenguado. El marido
regresó, y cuando se acercaba al palacio vio que se había hecho mucho más
grande y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta
había centinelas y una multitud de soldados con trompetas y tambores. Al entrar
vio que todo era de mármol y de oro, con tapices de terciopelo y grandes cofres
de oro macizo. Se abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba
reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes;
llevaba en la cabeza una gran corona de oro, en la mano un cetro de oro puro
enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban en una doble fila seis
jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una le llevaba la cabeza a la
otra. El marido se adelantó y le dijo:
— ¡Ah, mujer!, ¿con que ya eres reina?
— Sí –le contestó–, ya soy reina.
El hombre la contempló durante un rato y le dijo:
— ¡Ah, mujer!, ¡qué bueno que seas reina! ¡Ahora no tendrás nada
más que desear!
— De ningún modo, marido mío –le contestó muy agitada–, hace mucho
tiempo que soy reina, quiero ser mucho más–. Ve a buscar al lenguado y dile que
puesto que ya soy reina, necesito ser emperatriz.
— ¡Pero, mujer! –replicó el marido–, ¿para qué quieres ser
emperatriz? No me atrevo a pedirle eso.
— ¡Yo soy reina –dijo la mujer–, y tú eres mi marido! Ve, si ha
podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.
El marido tuvo que ir; por el camino se sintió muy turbado y se
decía a sí mismo: Eso no está bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado, el lenguado
se cansará.
Al llegar al mar sus aguas estaban negras y hervían a borbotones,
la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con
violencia. El hombre se estremeció, pero se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
— ¿Y ahora qué es lo que quiere? –dijo el lenguado.
— ¡Ah, lenguado! –le contestó–, mi mujer quiere ser emperatriz.
— Vuelve –dijo el lenguado–, lo es desde este instante.
Volvió el marido, y se encontró con un palacio de mármol pulido,
enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta
había legiones de soldados que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el
interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en
calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En
cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de
más de mil pies de alto; llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, con
incrustaciones de brillantes; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo
imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que
otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos
que no eran mayores que el dedo pulgar.
Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de
duques; el marido se acercó y le dijo:
— Mujer, ya eres emperatriz.
— Sí –le contestó–, ya soy emperatriz.
Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía
que veía el sol. Después de contemplarla detenidamente, le dijo:
— ¡Ah, mujer, qué buena cosa es que seas emperatriz!
Pero ella permanecía tiesa y no decía palabra.
Al fin exclamó el marido:
— ¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes
desear?
— Veremos –contestó la mujer.
Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba satisfecha; la
ambición le impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.
El marido durmió profundamente, había caminado todo el día, pero
la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda
la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontraba nada por qué
decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se
incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos
del sol...
— ¡Ah! –pensó–, ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la
Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al
lenguado; quiero ser semejante a Dios!
El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera,
que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y
preguntó:
—¡Mujer! ¿Qué dices?
— Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es
preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una
hora de tranquilidad.
Y al decir esto lo miró con un ceño tan horrible, que sintió que
su cuerpo se bañaba de un sudor frío.
— Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.
— ¡Ah, mujer! –dijo el marido arrojándose a sus pies–, el lenguado
no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo
suplico, conténtate con ser emperatriz.
Entonces ella se echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden
alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié
gritando:
— ¡No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante!
El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un
insensato.
Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las
casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo
estaba negro ; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas
como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de
espuma. Se puso a gritar, pues apenas podía oírse sus propias palabras:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
— ¿Qué quieres tú, amigo? –dijo el lenguado.
— ¡Ah –contestó–, ella quiere ser semejante a Dios!
— Vuelve, la encontrarás en la choza.
Y a estas horas viven allí todavía.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)