LA
INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA ERÉNDIRA Y SU ABUELA DESALMADA
Gabriel
García Márquez
Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su
desgracia.
La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del
desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero
Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza
desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de
pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la
alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era
lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una
parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con
un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y
éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos
y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de
marineros.
– Anoche soñé que estaba esperando una carta –dijo la abuela.
Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
– ¿Qué día era en el sueño?
– Jueves.
– Entonces era una carta con malas noticias –dijo Eréndira– pero no
llegará nunca.
Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan
gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo
que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el
dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio
excesivo y un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más
para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo
perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la
cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con
colorete, los párpados con almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando
la tuvo emperifollado como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó
a un jardín artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en
una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó
escuchando los discos fugaces del gramófono de bocina.
Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se
ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y
estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y
un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas
imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos
años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una
argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que
pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el
alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes,
donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la
desgracia.
Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la
abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo
un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie
conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en
lengua de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer
de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la
traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises
murieron, el uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de
rivales, la mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce
sirvientas descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la
penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que
había criado desde el nacimiento.
Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis
horas. El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes
tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y
sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la
cristalería. Hacia las once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y
regó los yerbajos desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que
contrariar el coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no
sintió el mal presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce
estaba puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo
tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin
dejar a su paso un desastre de vidrios de Venecia.
Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la
hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la
ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los
abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera.
Trabajaba dormida.
La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete
con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la
campanilla, y casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el
momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbulo,
y le pasó la mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La
niña no vio la mano. La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le
dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:
– Eréndira.
Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.
– No es nada, hija –le dijo la abuela con una ternura cierta–. Te
volviste a dormir caminando.
– Es la costumbre del cuerpo –se excusó Eréndira.
Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la
mancha de la alfombra.
– Déjala así –la disuadió la abuela– esta tarde la lavas.
De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo
que lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar
también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa
buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino
encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la
hora de acostarse.
La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete
para sí misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones
del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de
muselina se había restablecido de la amargura de los buenos recuerdos.
– Aprovecha mañana para lavar también la alfombra de la sala –le dijo a
Eréndira–, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.
– Sí, abuela –contestó la niña.
Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable
que le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.
– Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la
conciencia tranquila.
– Sí, abuela.
– Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre
las polillas.
– Sí, abuela.
– Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que
respiren.
– Sí, abuela.
– Y le pones su alimento al avestruz.
Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado
la nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto
sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a
los mandatos de la abuela dormida.
– Le das de beber a las tumbas. –Sí, abuela.
– Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las
cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.
– Sí, abuela.
– Y si vienen los Amadises avísales que no entren –dijo la abuela–, que
las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.
Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el
delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de
las ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue alumbrando
el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la
respiración apacible y enorme de la abuela dormida.
Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y
estaba atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su
infancia reciente. Vencida por los oficios bárbaros de– la jornada, Eréndira no
tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y
se tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se metió en el dormitorio
como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas.
Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, empezaron a caer unas
gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y
endurecieron las cenizas humeantes de la mansión. La gente del pueblo, indios
en su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver
carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una
estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de
su fortuna.
Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado
de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas
entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.
– Mi pobre niña –suspiró–. No te alcanzará la vida para pagarme este
percance.
Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando
la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido
en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa
impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una austeridad
científica: consideró la fuerza de sus muslos, el tamaño de sus senos, el
diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su
valor.
– Todavía está muy bache –dijo entonces–, tiene teticas de perra.
Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen.
Eréndira pesaba 42 kilos.
– No vale más de cien pesos –dijo el viudo.
La abuela se escandalizó.
– ¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! –casi gritó–. No,
hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.
– Hasta ciento cincuenta –dijo el viudo.
– La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos –dijo la
abuela– A este paso le harán falta como doscientos años para pagarme.
– Por fortuna –dijo el viudo– lo único bueno que tiene es la edad.
La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras en
el techo que casi llovía adentro como fuera. La abuela se sintió sola en un
mundo de desastre.
– Suba siquiera hasta trescientos –dijo. –Doscientos cincuenta.
Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo
y algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera con
el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara para
la escuela.
– Aquí te espero –dijo la abuela.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de
ladrillos, un techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de
altura por donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas
en el borde de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez.
Colgada entre dos pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al
garete, había una hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los
ramalazos del agua se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces
de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que
sostenerse para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados.
Sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fragor
de la borrasca. A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible
y trató de escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la
muñeca y la arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la
cara y volvió a gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne
que la levantó del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo
cabello de medusa ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que
volviera a pisar la tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal,
y la inmovilizó con las rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió
el sentido, y se quedó como fascinada con las franjas de luna de un pescado que
pasó navegando en el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba
desgarrándole la ropa con zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela
en largas tiras de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el
viento. Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo
por el amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los
rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre
bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de
la cama virreinal, un ángel de guerra, el trono chamuscado, y otros chécheres inservibles.
En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los
Amadises.
La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y
respiraba mal por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de
infortunio conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y
sacos de arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo
amores de a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de
defensa fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el
método del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la
ternura.
De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada
mortal, Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto
de la carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:
– De aquí en adelante ya todo es mundo.
La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de
un pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.
– No se nota –dijo.
– Es territorio de misiones –dijo el conductor.
– A mí no me interesa la caridad sino el contrabando –dijo la abuela.
Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo
un saco de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo
collar de perlas legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos
como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:
– No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.
– ¡Cómo no –dijo la abuela–, dígamelo a mí!
– Búsquelos y verá –se burló el conductor de buen humor–. Todo el mundo habla
de ellos, pero nadie los ve.
El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se
apresuró a quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que
había decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a la
nieta para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador
con un beso apresurado pero espontáneo y cierto.
La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que
acabaron de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los
Amadises.
– Esto pesa como un muerto –rió el conductor. –Son dos –dijo la abuela–.
Así que trátelos con el debido respeto.
– Apuesto que son estatuas de marfil –rió el conductor.
Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles
chamuscados, y extendió la mano abierta frente a la abuela.
– Cincuenta pesos –dijo.
La abuela señaló al carguero.
– Ya su esclavo se pagó por la derecha.
El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal
afirmativa.
Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un
niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le
dijo entonces a la abuela:
– Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.
La niña intervino asustada. – ¡Yo no he dicho nada!
– Lo digo yo que fui el de la idea –dijo el carguero.
La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de
calcular el verdadero tamaño de sus agallas.
– Por mí no hay inconveniente –le dijo– si me pagas lo que perdí por su descuido.
Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos
veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil ochocientos
noventa y cinco.
El camión arrancó.
– Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera –dijo con
seriedad el carguero–. La niña los vale.
A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho.
–Pues vuelve cuando lo tengas, hijo –le replicó en un tono simpático–,
pero ahora vete, que si volvemos a sacar las cuentas todavía me estás debiendo
diez pesos.
El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde allí
le dijo adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que
no le correspondió
En el mismo solar baldío donde las dejó el camión, Eréndira y la abuela improvisaron
un tenderete para vivir, con láminas de cinc y restos de alfombras asiáticas.
Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la
mansión, hasta que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.
Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocupó aquella mañana de arreglar
a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que había estado
de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas y un lazo de
organza que parecía una mariposa en la cabeza.
– Te ves horrorosa –admitió– pero así es mejor: los hombres son muy
brutos en asuntos de mujeres. Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los
pasos de dos mulas en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira
se acostó en el petate como lo habría hecho una aprendiza de teatro en el
momento en que iba a abrirse el telón. Apoyada en el báculo episcopal, la
abuela abandonó el tenderete y se sentó en el trono a esperar el paso de las
mulas.
Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años, aunque
estaba envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco
de corcho, y una pistola de militar en el cinturón de cartucheras. Montaba una
buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se
amontonaban los sacos de lienzo del correo.
Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo.
Pero ella le hizo una señal para que echara una mirada dentro del tenderete. El
hombre se detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites
póstumos y un traje de cenefas moradas.
– ¿Te gusta? –preguntó la abuela.
El hombre del correo no comprendió hasta entonces lo que le estaban proponiendo.
– En ayunas no está mal –sonrió.
– Cincuenta pesos –dijo la abuela.
– ¡Hombre, lo tendrá de oro! –dijo él–. Eso es lo que me cuesta la
comida de un mes.
– No seas estreñido –dijo la abuela–. El correo aéreo tiene mejor sueldo
que un cura.
– Yo soy el correo nacional –dijo el hombre–. El correo aéreo es ése que
anda en un camioncito.
– De todos modos el amor es tan importante como la comida –dijo la
abuela.
– Pero no alimenta.
La abuela comprendió que a un hombre que vivía de las esperanzas ajenas
le sobraba demasiado tiempo para regatear.
– ¿Cuánto tienes? –le preguntó.
El correo desmontó, sacó del bolsillo unos billetes masticados y se los
mostró a la abuela. Ella los cogió todos juntos con una mano rapaz como si
fueran una pelota.
– Te lo rebajo –dijo– pero con una condición: haces correr la voz por
todas partes.
– Hasta el otro lado del mundo –dijo el hombre del correo–. Para eso
sirvo.
Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas
y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual.
Tan pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la entrada con
un tirón enérgico de la cortina corrediza.
Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron
hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los hombres
vinieron mesas de lotería y puestos de comida, y detrás de todos vino un fotógrafo
en bicicleta que instaló frente al campamento una cámara de caballete con manga
de luto, y un telón de fondo con un lago de cisnes inválidos.
La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria. Lo
único que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban
turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con
Eréndira. Al principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un buen
cliente porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue
asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran
el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y
todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo, que era oro de buena ley aunque
no brillara.
Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo
suficiente dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca
de otros lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas
angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil
con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de
ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los
petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los
restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta,
pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.
Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo
tener una visión entera del negocio.
– Si las cosas siguen así –le dijo a Eréndira– me habrás pagado la deuda
dentro de ocho años, siete meses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos
que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y
precisó:
– Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios,
y otros gastos menores.
Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo,
no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse
para no llorar.
– Tengo vidrio molido en los huesos –dijo.
– Trata de dormir.
– Sí, abuela.
Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió
caminando dormida.
Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la
polvareda del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua
fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un
corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos
bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises,
que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y
solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la
atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los
soldados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una
misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la
cabeza como si estuvieran emboscadas para un combate. El holandés preguntó en
su lengua:
– ¿Qué diablos venderán ahí?
– Una mujer –le contestó su hijo con toda naturalidad–. Se llama
Eréndira.
– ¿Cómo lo sabes?
– Todo el mundo lo sabe en el desierto –contestó Ulises.
El holandés descendió en el hotelito del pueblo.
Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios
que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió
varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras
su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola
frente a la carpa de Eréndira.
La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos
para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos
con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba
billetes en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro
de un cesto.
No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había
crecido con clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no
sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.
– No hijo –le dijo–, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres
pavoso.
El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.
– ¿Qué es eso?
– Que contagias la mala sombra –dijo la abuela–. No hay más que verte la
cara.
Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado
siguiente.
– Entra tú, dragoneante –le dijo de buen humor–. Y no te demores, que la
patria te necesita.
El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira
quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró
en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al
fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo,
estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.
– Abuela –sollozó–, me estoy muriendo.
La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató
de consolarla.
– Ya no faltan más de diez militares –dijo.
Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela
supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la
cabeza la ayudó a calmarse.
– Lo que pasa es que estás débil –le dijo–. Anda, no llores más, báñate
con agua de salvia para que se te componga la sangre.
Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el
dinero al soldado que esperaba. "Se acabó por hoy", le dijo.
"Vuelve mañana y te doy el primer lugar". Luego gritó a los de la
fila:
– Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.
Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se
les enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.
– ¡Desconsiderados! ¡Mampolones! –gritaba–. Qué se creen, que esa
criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos!
¡Apátridas de mierda!
Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella terminó
por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se
llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería. Se
disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el
espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura
irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.
– Y tú –le dijo la abuela–, ¿dónde dejaste las alas? –El que las tenía
era mi abuelo –contestó Ulises con su naturalidad–, pero nadie lo cree.
La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. "Pues yo
sí lo creo", dijo. "Tráelas puestas mañana". Entró en la tienda
y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.
Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una
combinación corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero
aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.
Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza.
Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la
cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó
por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:
– Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. "Me llamo Ulises", dijo.
Le enseñó los billetes robados y agregó:
– Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y
siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.
– Tenías que ponerte en la fila –le dijo.
– Esperé toda la noche –dijo Ulises. –Pues ahora tienes que esperarte
hasta mañana –dijo Eréndira–. Me siento como si me hubieran dado trancazos en
los riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida. –Van a hacer veinte
años que llovió la última vez –dijo–. Fue una tormenta tan terrible que la
lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y
caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa
navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa
divertida. – Tate sosiego –le dijo–. Siempre se vuelve como loca cuando está
dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa
y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
– Ven –le dijo–, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un
extremo.
Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios
tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
– Estaba loco por verte –dijo de pronto–. Todo el mundo dice que eres
muy bella, y es verdad.
– Pero me voy a morir –dijo Eréndira.
– Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino
al mar
–dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia
y aplanchada.
– No conozco el mar –dijo.
– Es como el desierto, pero con agua –dijo Ulises.
– Entonces no se puede caminar.
– Mi papá conoció un hombre que sí podía –dijo Ulises– pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir. –Si vienes mañana bien temprano
te pones en el primer puesto –dijo.
– Me voy con mi papá por la madrugada –dijo Ulises. –¿Y no vuelven a
pasar por aquí?
– Quién sabe cuándo –dijo Ulises–. Ahora pasamos por casualidad porque
nos perdimos en el camino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida. –Bueno –decidió–, dame la
plata. Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó
trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado.
Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió
su tribulación. Ella conocía ese miedo.
– ¿Es la primera vez? –le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió
distinta.
– Respira despacio –le dijo–. Así es siempre al principio, y después ni
te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando
con recursos maternos.
– ¿Cómo es que te llamas?
– Ulises.
– Es nombre de gringo –dijo Eréndira.
– No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
– Pareces todo de oro –dijo– pero hueles a flores. –Debe ser a naranjas
–dijo Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad. –Andamos con muchos pájaros
para despistar –agregó–, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando
de naranjas.
– Las naranjas no son contrabando –dijo Eréndira. –Estas sí –dijo
Ulises–. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo. –Lo que más me gusta de
ti – dijo– es la seriedad con que inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le
hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan
escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
– Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa
–dijo–. Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era
joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como veinte
carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle,
hasta que todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.
Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero
Ulises no la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad,
que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y
lo siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer. Un grupo de misioneros con
los crucifijos en alto se habían plantado hombro contra hombro en medio del desierto.
Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de cañamazo y
sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de ellos
estaba la casa de la misión, un promontorio colonial con un campanario minúsculo
sobre los muros ásperos y encalados.
El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el índice una
grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.
– No pasen esa raya –gritó.
Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un
palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el
piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del
desierto, la abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del
palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el
fotógrafo en la bicicleta.
– El desierto no es de nadie –dijo la abuela.
– Es de Dios –dijo el misionero–, y estáis violando sus santas leyes con
vuestro tráfico inmundo.
La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del
misionero, y eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su
intransigencia. Volvió a ser ella misma.
– No entiendo tus misterios, hijo. El misionero señaló a Eréndira. –Esa
criatura es menor de edad. –Pero es mi nieta. – Tanto peor –replicó el
misionero–. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que
recurrir a otros métodos.
La abuela no esperaba que llegaran a tanto.
– Está bien, aríjuna –cedió asustada–. Pero tarde o temprano pasaré, ya
lo verás.
Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y Eréndira
dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos,
reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran
seis novicias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que
parecían fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido
cubrieron a Eréndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla,
y se la llevaron envuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red
lunar.
No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta
de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más
derechos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era
ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso
desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria
en el cielo ardiente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos
eran encarnizados e inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la
abuela.
– Yo no puedo hacer nada –le explicó, cuando acabó de oírla–, los
padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña
hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.
– ¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? –preguntó la
abuela.
– Para que haga llover –dijo el alcalde.
Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió
sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.
– Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por
usted –le dijo–. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con
una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?
Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus
nalgas siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:
– Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.
El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con
lástima.
– Entonces no pierda más el tiempo, señora –dijo–. Se la llevó el
carajo.
No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la
misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en
estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la
conocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se
dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el
convento.
– Vamos a ver quién se cansa primero –dijo la abuela–, ellos o yo.
– Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan –dijo el fotógrafo–.
Yo me voy.
Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. –Para dónde vas.
– Para donde me lleve el viento –dijo el fotógrafo, y se fue–. El mundo
es grande.
La abuela suspiró.
– No tanto como tú crees, desmerecido.
Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del
convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante muchas noches
de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie salió del
convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y
allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando
en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia
invencible de un buey acostado. Una noche pasó muy cerca de ella una fila de
camiones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de
colores que les daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La abuela los
reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El
último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a
arreglar algo en la plataforma de carga.
Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada,
botas altas, dos cananas cruzadas en el
pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible,
la abuela llamó al hombre.
– ¿No sabes quién soy? –le preguntó.
El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un
instante el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el
cabello marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella
luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del
mundo.
Cuando la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca,
apagó la linterna.
– Lo único que sé con toda seguridad –dijo– es que usted no es la Virgen
de los Remedios.
– Todo lo contrario –dijo la abuela con una voz dulce–. Soy la Dama.
El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.
– ¡Cuál dama!
– La de Amadís el grande.
– Entonces no es de este mundo –dijo él, tenso–. ¿Qué es lo que quiere?
– Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija
de nuestro Amadís, que está presa en ese convento.
El hombre se sobrepuso al temor.
– Se equivocó de puerta –dijo–. Si cree que somos capaces de
atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció
siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute. Esa
madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó rumiando, envuelta
en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria,
y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estuviera despierta, y tenía
que apretarse el corazón con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una
casa de mar con grandes flores coloradas donde había sido feliz. Así se mantuvo
hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en
las ventanas y el desierto se saturó del olor a pan caliente de los maitines.
Sólo entonces se abandonó al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira
se había levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.
Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento.
Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la cabeza
como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo de las reclusas y le
entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaños
de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de mula, porque
había un subir y bajar incesante de misioneros embarcados y novicias de carga,
pero Eréndira lo sintió como un domingo de todos los días después de la galera
mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues
aquel convento no estaba consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el
desierto. Eréndira había visto a las novicias indígenas desbravando las vacas a
pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las
tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las
había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe,
irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con
azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el
infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a
una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo
cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo,
hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una
de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de
sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas
tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios
bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la
misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo
otras formas de belleza y de horror que nunca había imaginado en el mundo
estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces ni las más persuasivas
habían logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una
mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que
parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro,
se asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ventanas grandes por
donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de
junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes,
tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó la música
sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer.
Después del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto,
esperó a que todas las novicias acabaran de subir y bajar, se quedó sola, donde
nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el
convento.
– Soy feliz –dijo.
De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Eréndira escapara
para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna
determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros
rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas encinta para casarlas, Iban
hasta las rancherías más olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro
hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla.
Lo más difícil de aquella cacería de indios era convencer a las mujeres,
que se defendían de la gracia divina con el argumento verídico de que los
hombres se sentían con derecho a exigirles a las esposas legítimas un trabajo
más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los
chinchorros.
Había que seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad
de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos áspera,
pero hasta las más retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de
oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la aceptación de la mujer,
los sacaban a culatazos de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la
plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.
Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito
cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el
propio domingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los repiques de las campanas,
y vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que
entre las muchedumbres había mujeres encinta con velos y coronas de novia,
llevando del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legítimos en la
boda colectiva.
Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de
pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la
mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.
– Dime una cosa, hijo –le preguntó con su voz más tersa–. ¿Qué vas a
hacer tú en esa cumbiamba?
El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo
cerrar la boca por sus dientes de burro. –Es que los padrecitos me van a hacer
la primera comunión –dijo.
– ¿Cuánto te pagaron?
– Cinco pesos.
La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho
miró asombrado.
– Yo te voy a dar veinte –dijo la abuela–. Pero no para que hagas la
primera comunión, sino para que te cases.
– ¿Y eso con quién?
– Con mi nieta.
Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de
reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al
menos cómo se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó con
una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la
peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de
la Epístola de San Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil, porque
los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda
imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para mantenerla en el
convento. Sin embargo, al término de la ceremonia, y en presencia del Prefecto
Apostólico, del alcalde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo
reciente y de su abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el
hechizo que la había dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál
era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de
vacilación.
– Me quiero ir –dijo. Y aclaró, señalando al esposo–: Pero no me voy con
él sino con mi abuela.
Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la
plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras
podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que
renunció a su propósito, al menos por aquel día, y se quedó de mala gana
ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos.
La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con
techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande
montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de
Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas
en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía
los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más
esquivos del naranjal.
Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba
vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos
de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le
pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto
como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple
travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también
la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y
cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua
guajira:
– ¿Desde cuándo te sucede?
– Desde que vinimos del desierto –dijo Ulises, también en guajiro–. Es
sólo con las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y
todos cambiaron de colores diferentes.
– Esas cosas sólo sucedería por amor –dijo la madre–. ¿Quién es?
Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en
ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.
– ¿De qué hablan? –le preguntó a Ulises en holandés. –De nada especial –
contestó Ulises.
La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la
casa, le preguntó al hijo en guajiro:
– ¿Qué te dijo?
– Nada especial –dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver
por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas
con Ulises, y entonces insistió:
– Dime quién es.
– No es nadie –dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su
padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de
caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a
su padre, su madre lo vigilaba a él.
– Hace mucho tiempo que no comes pan –observó ella.
– No me gusta.
El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita.
"Mentira", dijo.
"Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer
pan". Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.
– Más vale que me digas quién es –dijo–, o te doy a la fuerza unos baños
de purificación. En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso
dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó
entonces de la ventana y le replicó a su madre con impaciencia.
– Ya te dije que no es nadie –dijo–. Si no me crees, pregúntaselo a mi
papá.
El holandés apareció en la puerta de la oficina encendiendo la pipa de navegante,
y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en castellano:
– ¿A quién conocieron en el desierto?
– A nadie –le contestó su marido, un poco en las nubes–. Si no me crees,
pregúntaselo a Ulises.
Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó
la carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante
casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.
A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir.
Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los
recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para decidir.
Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y
las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la
camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas
maduras que no había podido robarse en la tarde.
Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por
pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón.
Por fin le informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del senador
Onésimo
Sánchez, y que éste debía de estar aquel día en la Nueva Castilla. No lo
encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no andaba con él,
pues la abuela había conseguido que el senador avalara su moralidad con una
carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas
del desierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y
éste le indicó la dirección que buscaba.
– Van para el mar –le dijo–. Y apúrate, que la intención de la jodida
vieja es pasarse para la isla de Aruba.
En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia y
percudida que la abuela le había comprado a un circo en derrota. El fotógrafo
errante había vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan
grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos.
Una banda dechupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un valse
taciturno.
Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la
atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la
abuela había recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en
su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de
peltre con patas de león. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira
estaba desnuda y plácida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada
de la carpa.
Dormía con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las
naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó
la mano frente a sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para
pensar en ella:
– Arídnere.
Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido
sordo y se cubrió con la sábana hasta la cabeza.
– No me mires –dijo–. Estoy horrible.
– Estás toda color de naranja –dijo Ulises.
Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara.
- Mira.
Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas
tenían su color.
– Ahora no quiero que te quedes –dijo.
– Sólo entré para mostrarte esto –dijo Ulises–. Fíjate.
Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le
mostró a
Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un
diamante legítimo.
– Estas son las naranjas que llevamos a la frontera –dijo.
– ¡Pero son naranjas vivas! –exclamó Eréndira.
– Claro –sonrió Ulises–. Las siembra mi papá.
Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante con
los dedos y lo contempló asombrada.
– Con tres así le damos la vuelta al mundo –dijo Ulises–.
Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises
insistió.
– Además, tengo una camioneta –dijo–. Y además... ¡Mira!
Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.
– No puedo irme antes de diez años –dijo Eréndira. –Te irás –dijo
Ulises–. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera,
cantando como la lechuza.
Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de
Eréndira sonrieron por primera vez.
– Es mi abuela –dijo.
– ¿La lechuza?
– La ballena.
Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.
– Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.
– No hay que decirle nada.
– De todos modos lo sabrá –dijo Eréndira–: ella sueña las cosas.
– Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la
frontera.
Pasaremos como los contrabandistas... –dijo Ulises.
Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido
de los disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí
ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises, conmovido,
murmuró:
– Mañana veremos pasar los buques.
Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a la
abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa
estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de
su sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que tenía a su alcance,
y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.
– Aquí tienes –le dio–: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida,
menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas,
son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.
El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.
– Gracias, blanca.
El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el
cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar
el fuelle de la cámara con pegotes de gutapercha.
– En qué quedamos –le dijo– ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la
música?
El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.
– La música no sale en los retratos.
– Pero despierta en la gente las ganas de retratarse –replicó la abuela.
– Al contrario –dijo el fotógrafo–, les recuerda a los muertos, y luego
salen en los retratos con los ojos cerrados.
El director de la charanga intervino.
– Lo que hace cerrar los ojos no es la música –dijo–, son los relámpagos
de retratar de noche.
– Es la música –insistió el fotógrafo.
La abuela le puso término a la disputa. "No seas truñuño", le
dijo al– fotógrafo.
"Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias
a los músicos que lleva." Luego, de un modo duro, concluyó:
– De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu
destino.
No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los
gastos.
– Sigo solo mi destino –dijo el fotógrafo–. Al fin y al cabo, yo lo que
soy es un artista.
La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un
mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.
– Doscientos cincuenta y cuatro piezas –le dijo– a cincuenta centavos
cada una, más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos
cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.
El músico no recibió el dinero.
– Son ciento ochenta y dos con cuarenta –dijo–. Los valses son más
caros,
– ¿Y eso por qué?
– Porque son más tristes –dijo el músico.
La abuela lo obligó a que cogiera el dinero,
– Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qué te
debo, y quedamos en paz.
El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas
mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a
punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó
en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca
del dinero y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor
de la manó cuando le entregó la llave. "No te asustes", –le dijo–.
"Siempre hay lechuzas en las noches de viento". Sin embargo no dio
muestras de igual convicción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a
cuestas.
– Si quieres, quédate hasta mañana –le dijo–, la muerte anda suelta esta
noche.
También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza pero no cambió de
parecer.
– Quédate, hijo –insistió la abuela– aunque sea por el cariño que te
tengo.
– Pero no pago la música –dijo el fotógrafo.
– Ah, no –dijo la abuela–. Eso no.
– ¿Ya ve? –dijo el fotógrafo–. Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
– Entonces lárgate –dijo–. ¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras
Eréndira la ayudaba a acostarse. "Hijo de mala madre", rezongaba.
"Qué sabrá ese bastardo del corazón ajeno". Eréndira no le puso
atención, pues la lechuza la solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del
viento, y estaba atormentada por la incertidumbre.
La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la
mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y
volvió a respirar sus aires estériles.
– Tienes que madrugar –dijo entonces–, para que me hiervas la infusión
del baño antes de que llegue la gente.
– Sí, abuela.
– Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así
tendremos algo más que descontarles la semana entrante.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
– Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el día
más largo de la semana.
– Sí, abuela.
– Y le pones su alimento al avestruz.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de altar
frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden
atrasada.
– No se te olvide prender las velas de los Amadises. –Sí, abuela.
Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a
delirar.
Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez
había reconocido el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió
a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el
hechizo de la abuela.
No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo
que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa
cómplice la tranquilizó.
– Yo no sé nada –dijo el fotógrafo–, no he visto nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces hacia
el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento
donde cantaba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrió de inmediato a la autoridad civil. El
comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando
ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en
la puerta.
– Cómo carajo quiere que la lea –gritó el comandante– si no sé leer.
– Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez –dijo la
abuela.
Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca del chinchorro
y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después estaban todos
dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un viento
contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto
al conductor, viajaba el comandante. Detrás estaba el holandés con la abuela, y
en cada estribo iba un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con
lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga
levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de guerra.
El comandante le preguntó al conductor del primer camión a qué distancia había
encontrado una camioneta de granja cargada de pájaros.
El conductor arrancó antes de contestar.
– Nosotros no somos chivatos –dijo indignado–, somos contrabandistas.
El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de
las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.
– Por lo menos –les gritó– tengan la vergüenza de no circular a pleno
sol.
El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en
ti Eréndira.
El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el
Norte, y el sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el
calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.
La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo
sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un
pañuelo amarrado en la cabeza.
– Ahí está –lo señaló– ése fue el cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera
cargo del fotógrafo.
– Agárralo y nos esperas aquí –le dijo–. Ya volvemos.
El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El
fotógrafo no lo oyó por el viento contrario. Cuando la camioneta se le adelantó,
la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un saludo,
sonrió, v le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el
aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de
rifle que nunca supo de dónde le vino.
Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y
eran plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las de sus
pájaros desplomados por el viento. El conductor corrigió el rumbo, hundió a fondo
el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.
Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el espejo retrovisor,
hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más.
Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed. Eréndira,
que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que estaba
a punto de alcanzarlos y con una determinación cándida cogió la pistola de la
guantera.
– No sirve –dijo Ulises–. Era de Francis Drake.
La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar
se le adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplomados por
el viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.
Las conocí por esa época, que fue la de más grande esplendor, aunque no había
de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años después, cuando Rafael
Escalona reveló en una canción el desenlace terrible del drama y me pareció que
era bueno para contarlo. Yo andaba vendiendo enciclopedias y libros de medicina
por la provincia de Riohacha. Álvaro Cepeda Samudio, que andaba también por
esos rumbos vendiendo máquinas de cerveza helada, me llevó en su camioneta por
los pueblos del desierto con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y
hablamos tanto de nada y tomamos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por
dónde atravesamos el desierto entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba
la carpa del amor errante, bajo los lienzos de letreros colgados: Eréndira es
mejor Vaya y vuelva Eréndira lo espera Esto no es vida sin Eréndira. La fila
interminable y ondulante, compuesta por hombres de razas diversas, parecía una
serpiente de vértebras humanas que dormitaba a través de solares y plazas, por
entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de
aquella ciudad fragoroso de traficantes de paso. Cada calle era un garito
público, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las
numerosas músicas indescifrables y los pregones gritados formaban un solo
estruendo de pánico en el calor alucinante.
Entre la muchedumbre de apátridas y vividores estaba Blacamán, el bueno,
trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne propia
un antídoto de su invención. Estaba la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres, que por cincuenta centavos se dejaba tocar para que
vieran que no había engaño y contestaba las preguntas que quisieran hacerle
sobre su desventura. Estaba un enviado de la vida eterna que anunciaba la
venida inminente del pavoroso murciélago sideral, cuyo ardiente resuello de
azufre había de trastornar el orden de la naturaleza, y haría salir a flote los
misterios del mar.
El único remanso de sosiego era el barrio de tolerancia, a donde sólo
llegaban los rescoldos del fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro
cuadrantes de la rosa náutica bostezaban de tedio en los abandonados salones de
baile. Habían hecho la siesta sentadas, sin que nadie las despertara para
quererlas, y seguían esperando al murciélago sideral bajo los ventiladores de
aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se levantó, y fue
a una galería de trinitarias que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila
de los pretendientes de Eréndira.
– A ver –les gritó la mujer–. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?
– Una carta de un senador –gritó alguien.
Atraídas por los gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la
galería.
– Hace días que esa cola está así –dijo una de ellas–. Imagínate, a
cincuenta pesos cada uno. La que había salido primero decidió:
– Pues yo me voy a ver qué es lo que tiene de oro ese sietemesino.
– Yo también –dijo otra–. Será mejor que estar aquí calentando gratis el
asiento.
En el camino, se incorporaron otras, y cuando llegaron a la tienda de
Eréndira habían integrado una comparsa bulliciosa. Entraron sin anunciarse,
espantaron a golpes de almohadas al hombre que encontraron gastándose lo mejor
que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de Eréndira y la
sacaron en andas a la calle.
– Esto es un atropello –gritaba la abuela–. ¡Cáfila de desleales!
¡Montoneras! –Y luego, contra los hombres de la fila–: y ustedes, pollerones,
dónde tienen las criadillas que permiten este abuso contra una pobre criatura
indefensa. ¡Maricas!
Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repartiendo tramojazos de
báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible
entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.
Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de
perro con que la abuela la encadenaba de un travesaño de la cama desde que
trató de fugarse. Pero no le hicieron ningún daño. La mostraron en su altar de marquesina
por las calles de más estrépito, como el paso alegórico de la penitente
encadenada, y al final la pusieron en cámara ardiente en el centro de la plaza
mayor. Eréndira estaba enroscada, con la cara escondida pero sin llorar, y así
permaneció en el sol terrible de la plaza, mordiendo de vergüenza y de rabia la
cadena de perro de su mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de
taparla con una camisa.
Esa fue la única vez que las vi, pero supe que habían permanecido en
aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pública hasta que
reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia
el rumbo del mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de
pobres. Era un desfile de carretas tiradas por bueyes, sobre las cuales se
amontonaban algunas réplicas de pacotilla de la palafernalia extinguida con el
desastre de la mansión, y no sólo los bustos imperiales y los relojes raros,
sino también un plano de ocasión y una vitrola de manigueta con los discos de
la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una banda de
músicos anunciaba en los pueblos su llegada triunfal,
La abuela viajaba en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los cereales
de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño monumental
había aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco
De lona de velero, en el cual se metía los lingotes de oro como se meten
las balas en un cinturón de cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, vestida
de géneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de
perro en el tobillo.
– No te puedes quejar –le había dicho la abuela al salir de la ciudad
fronteriza–.
Tienes ropas de reina, una cama de lujo, una banda de música propia, y
catorce indios a tu servicio. ¿No te parece espléndido?
– Sí, abuela.
– Cuando yo te falte –prosiguió la abuela–, no quedarás a merced de los
hombres, porque tendrás tu casa propia en una ciudad de importancia. Serás
libre y feliz.
Era una visión nueva e imprevista del porvenir. En cambio no había
vuelto a hablar de la deuda de origen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos
plazos aumentaban a medida que se hacían más intrincadas las cuestas del
negocio.
Sin embargo, Eréndira no emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su pensamiento.
Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el
sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco,
mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando
en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un
viento de laureles antiguos, y escucharon piltrafas de diálogos de Jamaica, y
sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazón, y era que habían
llegado al mar.
– Ahí lo tienes –dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe
al cabo de media vida de destierro–. ¿No te gusta?
– Sí, abuela.
Allí plantaron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a
veces confundía sus nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmió hasta
más tarde que de costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar. Sin
embargo, cuando Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle pronósticos sobre
el futuro, y era una clarividencia tan febril que parecía un delirio de
vigilia.
– Serás una dueña señorial –le dijo–. Una dama de alcurnia, venerada por
tus protegidas, y complacida y honrada por las más altas autoridades. Los
capitanes de los buques te mandarán postales desde todos los puertos del mundo.
Eréndira no la escuchaba. El agua tibia perfumada de orégano chorreaba
en la bañera por un canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con
Una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la
abuela con una mano mientras la jabonaba con la otra.
– El prestigio de tu casa volará de boca en boca desde el cordón de las
Antillas hasta los reinos de Holanda –decía la abuela–. Y ha de ser más
importante que la casa presidencial, porque en ella se discutirán los asuntos
del gobierno y se arreglará el destino de la nación.
De pronto, el agua se extinguió en el canal. Eréndira salió de la carpa
para averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el
canal estaba cortando leña en la cocina.
– Se acabó –dijo el indio–. Hay que enfriar más agua.
Eréndira fue hasta la hornilla donde había otra olla grande con hojas
aromáticas hervidas. Se envolvió las manos en un trapo, y comprobó que podía
levantar la olla sin ayuda del indio.
– Vete –le dijo–. Yo echo el agua.
Esperó hasta que el indio saliera de la cocina. Entonces quitó del fuego
la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y ya
iba a echar el agua mortífera en el conducto de la bañera cuando la abuela
gritó en el interior de la carpa:
– ¡Eréndira!
Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se
arrepintió en el instante final.
– Ya voy, abuela –dijo–. Estoy enfriando el agua.
Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela
cantaba dormida con el chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con
unos ojos intensos que parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó como un
ahogado, con los brazos en el pecho y los Ojos abiertos, y llamó con toda la fuerza
de su voz interior:
– Ulises.
Ulises despertó de golpe en la casa del naranjal. Había oído la voz de
Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras del cuarto. Al cabo de
un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandonó
el dormitorio. Había atravesado la terraza cuando lo sorprendió la voz de su
padre:
– Para dónde vas.
Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.
– Para el mundo –contestó.
– Esta vez no te lo voy a impedir –dijo el holandés–. Pero te advierto
una cosa: a dondequiera que vayas te perseguirá la maldición de tu padre.
– Así sea –dijo Ulises.
Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la resolución del hijo, el
holandés lo siguió por el naranjal enlunado con una mirada que poco a poco
empezaba a sonreír. Su mujer estaba a sus espaldas con su modo de estar de
india hermosa. El holandés habló cuando Ulises cerró el portal.
– Ya volverá –dijo– apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.
– Eres muy bruto –suspiró ella–. No volverá nunca.
En esa ocasión, Ulises no tuvo que preguntarle a nadie por el rumbo de
Eréndira. Atravesó el desierto escondido en camiones de paso, robando
para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del riesgo,
hasta que encontró la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se veían los edificios
de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los adioses nocturnos de
los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba dormida,
encadenada al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la deriva, en que
lo había llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo rato sin
despertarla, pero la contempló con tanta intensidad que Eréndira despertó.
Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin prisa, se
desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recóndita que
se parecieron más que nunca al amor.
En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta
monumental y empezó a delirar.
– Eso fue por los tiempos en que llegó el barco griego –dijo–. Era una
tripulación de locos que hacían felices a las mujeres y no les pagaban con
dinero sino con esponjas, unas esponjas vivas que después andaban caminando por
dentro de las casas, gimiendo como enfermos de hospital y haciendo llorar a los
niños para beberse las lágrimas.
Se incorporó con un movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.
– Entonces fue cuando llegó él, Dios mío –gritó–, más fuerte, más grande
y mucho más hombre que Amadís.
Ulises, que hasta entonces no había prestado atención al delirio, trató
de esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo
tranquilizó.
– Estate quieto –le dijo–. Siempre que llega a esa parte se sienta en la
cama, pero no despierta.
Ulises se acostó en su hombro.
– Yo estaba esa noche cantando con los marineros y pensé que era un
temblor de tierra –continuó la abuela–. Todos debieron pensar lo mismo, porque
huyeron dando gritos, muertos de risa, y sólo quedó él bajo el cobertizo de
astromelias.
Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo estaba cantando la canción que
todos cantaban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.
Sin son ni ton, como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las
líneas de su amargura:
Señor, Señor, devuélveme mi antigua inocencia para gozar su amor otra
vez desde el principio Sólo entonces se interesó Ulises en la nostalgia de la
abuela.
– Ahí estaba él –decía– con una guacamayo en el hombro y un trabuco de
matar caníbales como llegó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento de
muerte cuando se plantó en frente de mí, y me dijo: le he dado mil veces la
vuelta al mundo y he visto a todas las mujeres de todas las naciones, así que
tengo autoridad para decirte que eres la más altiva y la más servicial, la más
hermosa de la tierra.
Se acostó de nuevo y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira
permanecieron un largo rato en silencio, mecidos en la penumbra por la
respiración descomunal de la anciana dormida. De pronto, Eréndira preguntó sin
un quebranto mínimo en la voz:
– ¿Te atreverías a matarla?
Tomado de sorpresa, Ulises no supo qué contestar. –Quién sabe –dijo–.
¿Tú te atreves?
– Yo no puedo –dijo Eréndira–, porque es mi abuela.
Entonces Ulises observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo
su cantidad de vida, y decidió: –Por ti soy capaz de todo.
Ulises compró una libra de veneno para ratas, la revolvió con nata de
leche y mermelada de frambuesa, y vertió aquella crema mortal dentro de un
pastel al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso encima una
crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro
de la maniobra siniestra y completó el engaño con setenta y dos velitas
rosadas.
La abuela se incorporó en el trono blandiendo el báculo amenazador
cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta,
– Descarado –gritó–. ¡Cómo te atreves a poner los pies en esta casa!
Ulises se escondió detrás de su cara de ángel.
– Vengo a pedirle perdón –dijo–, hoy día de su cumpleaños.
Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como para
una cena de bodas. Sentó a Ulises a su diestra, mientras Eréndira les servía, y
después de apagar las velas con un soplo arrasador cortó el pastel en partes iguales.
Le sirvió a Ulises.
– Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo
–dijo–
Te dejo el primer pedazo que es el de la felicidad.
– No me gusta el dulce –dijo él. Que le aproveche.
La abuela le ofreció a Eréndira otro pedazo de pastel. Ella se lo llevó
a la cocina lo tiró en la caja de la basura.
La abuela se comió sola todo el resto. Se metía los pedazos enteros en
la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises
desde el limbo de su placer. Cuando no hubo más en su plato se comió también el
que
Ulises había despreciado. Mientras masticaba el último trozo, recogía
con los dedos y se metía en la boca las migajas del mantel.
Había comido arsénico como para exterminar una generación de ratas. Sin embargo,
tocó el piano y cantó hasta la media noche, se acostó feliz, y consiguió un
sueño natural. El único signo nuevo fue un rastro pedregoso en su respiración.
Eréndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y sólo esperaban su
estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empezó a delirar.
– ¡Me volvió loca, Dios mío, me volvió loca! –gritó–. Yo ponía dos
trancas en el dormitorio para que no entrara, ponía el tocador y la mesa contra
la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que él diera un golpecito
con el anillo para que los parapetos se desbarataran, las sillas se bajaban
solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las trancas se
salían solas de las argollas.
Eréndira y Ulises la contemplaban con un asombro creciente, a medida que
el delirio se volvía más profundo y dramático, y la voz más íntima.
– Yo sentía que me iba a morir, empapada en sudor de miedo, suplicando
por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que él entrara sin entrar, que
no se fuera nunca pero que tampoco volviera jamás, para no tener que matarlo.
Siguió recapitulando su drama durante varias horas, hasta en sus
detalles más ínfimos, como si lo hubiera vuelto a vivir en el sueño. Poco antes
del amanecer se revolvió en la cama con un movimiento de acomodación sísmica y
la voz se le quebró con la inminencia de los sollozos.
– Yo lo previne, y se rió –gritaba–, lo volví a prevenir y volvió a
reírse, hasta que abrió los ojos aterrados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina!, y
la voz no le salió por la boca sino por la cuchillada de la garganta.
Ulises, espantado con la tremenda evocación de la abuela, se agarró de
la mano de Eréndira.
– ¡Vieja asesina! –exclamó.
Eréndira no le prestó atención, porque en ese instante empezó a
despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.
– ¡Vete! –dijo Eréndira–. Ya va a despertar.
– Está más viva que un elefante –exclamó Ulises–. ¡No puede ser!,
Eréndira lo atravesó con una mirada mortal.
– Lo que pasa –dijo– es que tú no sirves ni para matar a nadie.
Ulises se impresionó tanto con la crudeza del reproche, que se evadió de
la carpa. Eréndira continuó observando a la abuela dormida, con su odio
secreto, con la rabia de la frustración, a medida que se alzaba el amanecer y e
iba despertando el aire de los pájaros. Entonces la abuela abrió los Ojos y la
miró con una sonrisa plácida.
– Dios te salve, hija.
El único cambio notable fue un principio de desorden en las normas
cotidianas.
Era miércoles, pero la abuela quiso ponerse un traje de domingo, decidió
que
Eréndira no recibiera ningún cliente antes de las once, y le pidió que
le pintara las uñas de color granate y le hiciera un peinado de pontifical.
– Nunca había tenido tantas ganas de retratarme –exclamó.
Eréndira empezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se
quedó entre los dientes un mazo de cabellos. Se lo mostró asustada a la abuela.
Ella lo examinó, trató de arrancarse otro mechón con los dedos, y otro arbusto
de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró al suelo y probó otra vez, y se
arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a arrancarse el cabello con las
dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados en el aire con un júbilo incomprensible,
hasta que la cabeza le quedó como un coco pelado.
Eréndira no volvió a tener noticias de Ulises hasta dos semanas más
tarde, cuando percibió fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela
había empezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no se
daba cuenta de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plumas radiantes.
Eréndira acudió al llamado y sólo entonces descubrió la mecha de
detonante que salía de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza y
se perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió junto
a él entre los arbustos, y ambos vieron con el corazón oprimido la llamita azul
que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio oscuro y penetró en
la carpa.
– Tápate los oídos –dijo Ulises.
Ambos lo hicieron, sin que hiciera falta, porque no hubo explosión. La
tienda se iluminó por dentro con una deflagración radiante, estalló en silencio,
y desapareció en una tromba de humo de pólvora mojada. Cuando Eréndira se atrevió
a entrar, creyendo que la abuela estaba muerta, la encontró con la peluca
chamuscada y la camisa en piltrafas, pero más viva que nunca, tratando de
sofocar el fuego con una manta.
Ulises se escabulló al amparo de la gritería de los indios que no sabían
qué hacer, confundidos por las órdenes contradictorias de la abuela. Cuando lograron
por fin dominar las llamas y disipar el humo, se encontraron con una visión de
naufragio.
– Parece cosa del maligno –dijo la abuela–. Los pianos no estallan por casualidad.
Hizo toda clase de conjeturas para establecer las causas del nuevo
desastre, pero las evasivas de Eréndira, y su actitud impávida, acabaron de
confundirla.
No encontró una mínima fisura en la conducta de la nieta, ni se acordó
de la existencia de Ulises. Estuvo despierta hasta la madrugada, hilando
suposiciones y haciendo cálculos de las pérdidas. Durmió poco y mal. A la
mañana siguiente, cuando Eréndira le quitó el chaleco de las barras de oro le
encontró ampollas de fuego en los hombros, y el pecho en carne viva. "Con
razón que dormí dando vueltas", dijo, mientras Eréndira le echaba claras
de huevo en las quemaduras.
"Y además, tuve un sueño raro." Hizo un esfuerzo de concentración,
para evocar la imagen, hasta que la tuvo tan nítida en la memoria como en el
sueño.
– Era un pavorreal en una hamaca blanca –dijo.
Eréndira se sorprendió, pero rehizo de inmediato su expresión cotidiana.
– Es un buen anuncio –mintió–. Los pavorreales de los sueños son
animales de larga vida.
– Dios te oiga –dijo la abuela–, porque estamos otra vez como al
principio. Hay que empezar de nuevo.
Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el platón de las compresas,
y dejó a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el cráneo
embadurnado de mostaza. Estaba echando más claras de huevo en el platón, bajo
el cobertizo de palmas que servía de cocina, cuando vio aparecer los Ojos de
Ulises por detrás del fogón como lo vio la primera vez detrás de su cama. No se
sorprendió, sino que le dijo con una voz de cansancio:
– Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.
Los Ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Permaneció inmóvil, mirando
a
Eréndira en silencio, viéndola partir los huevos con una expresión fija,
de absoluto desprecio, como si él no existiera. Al cabo de un momento, los ojos
se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras
de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorporó, siempre
sin decir nada, y entró bajo el cobertizo y descolgó el cuchillo.
Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el momento en que Ulises
abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:
– Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muerte. Soñó con un pavorreal en
una hamaca blanca.
La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo
esfuerzo se incorporó sin ayuda del báculo y levantó los brazos.
– ¡Muchacho! –gritó–. Te volviste loco.
Ulises le saltó encima y le dio una cuchillada certera en el pecho
desnudo. La abuela lanzó un gemido, se le echó encima y trató de estrangularlo
con sus potentes brazos de oso.
– Hijo de puta –gruñó–. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara de
ángel traidor.
No pudo decir nada más porque Ulises logró liberar la mano con el
cuchillo y le asestó una segunda cuchillada en el costado. La abuela soltó un
gemido recóndito y abrazó con más fuerza al agresor. Ulises asestó un tercer
golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presión le salpicó la
cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de menta.
Eréndira apareció en la entrada con el platón en la mano, y observó la lucha
con una impavidez criminal. Grande, monolítica, gruñendo de dolor y de rabia,
la abuela se aferró al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus piernas, hasta su
cráneo pelado estaban verdes de sangre. La enorme respiración de fuelle,
trastornada por los primeros estertores, ocupaba todo el ámbito. Ulises logró
liberar otra vez el brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y una explosión
de sangre lo empapó de verde hasta los pies.
La abuela trató de alcanzar el aire que ya le hacía falta para vivir, y
se derrumbó de bruces. Ulises se soltó de los brazos exhaustos y sin darse un
instante de tregua le asestó al vasto cuerpo caído la cuchillada final.
Eréndira puso entonces el platón en una mesa, se inclinó sobre la
abuela, escudriñándole sin tocarla, y cuando se convenció de que estaba muerta
su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no le habían dado
sus veinte años de infortunio. Con movimientos rápidos y precisos, cogió el chaleco
de oro y salió de la carpa.
Ulises permaneció sentado junto al cadáver, agotado por la lucha, y
cuanto más trataba de limpiarse la cara más se la embadurnaba de aquella materia
verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira
con el chaleco de oro tomó conciencia de su estado.
La llamó a gritos, pero no recibió ninguna respuesta. Se arrastró hasta
la entrada de la carpa, y vio que Eréndira empezaba a correr por la orilla del
mar en dirección opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un último esfuerzo
para perseguirla, llamándola con unos gritos desgarrados que ya no eran de
amante sino de hijo, pero lo venció el terrible agotamiento de haber matado a
una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado boca
bajo en la playa, llorando de soledad y de miedo.
Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que
un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver
la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de
talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales
del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de
oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás
se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo
de su desgracia. LA
INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA ERÉNDIRA Y SU ABUELA DESALMADA
Gabriel
García Márquez
Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su
desgracia.
La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del
desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero
Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza
desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de
pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la
alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era
lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una
parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con
un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y
éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos
y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de
marineros.
– Anoche soñé que estaba esperando una carta –dijo la abuela.
Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
– ¿Qué día era en el sueño?
– Jueves.
– Entonces era una carta con malas noticias –dijo Eréndira– pero no
llegará nunca.
Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan
gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo
que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el
dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio
excesivo y un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más
para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo
perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la
cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con
colorete, los párpados con almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando
la tuvo emperifollado como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó
a un jardín artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en
una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó
escuchando los discos fugaces del gramófono de bocina.
Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se
ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y
estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y
un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas
imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos
años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una
argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que
pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el
alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes,
donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la
desgracia.
Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la
abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo
un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie
conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en
lengua de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer
de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la
traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises
murieron, el uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de
rivales, la mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce
sirvientas descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la
penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que
había criado desde el nacimiento.
Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis
horas. El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes
tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y
sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la
cristalería. Hacia las once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y
regó los yerbajos desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que
contrariar el coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no
sintió el mal presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce
estaba puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo
tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin
dejar a su paso un desastre de vidrios de Venecia.
Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la
hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la
ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los
abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera.
Trabajaba dormida.
La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete
con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la
campanilla, y casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el
momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbulo,
y le pasó la mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La
niña no vio la mano. La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le
dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:
– Eréndira.
Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.
– No es nada, hija –le dijo la abuela con una ternura cierta–. Te
volviste a dormir caminando.
– Es la costumbre del cuerpo –se excusó Eréndira.
Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la
mancha de la alfombra.
– Déjala así –la disuadió la abuela– esta tarde la lavas.
De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo
que lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar
también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa
buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino
encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la
hora de acostarse.
La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete
para sí misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones
del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de
muselina se había restablecido de la amargura de los buenos recuerdos.
– Aprovecha mañana para lavar también la alfombra de la sala –le dijo a
Eréndira–, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.
– Sí, abuela –contestó la niña.
Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable
que le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.
– Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la
conciencia tranquila.
– Sí, abuela.
– Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre
las polillas.
– Sí, abuela.
– Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que
respiren.
– Sí, abuela.
– Y le pones su alimento al avestruz.
Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado
la nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto
sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a
los mandatos de la abuela dormida.
– Le das de beber a las tumbas. –Sí, abuela.
– Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las
cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.
– Sí, abuela.
– Y si vienen los Amadises avísales que no entren –dijo la abuela–, que
las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.
Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el
delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de
las ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue alumbrando
el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la
respiración apacible y enorme de la abuela dormida.
Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y
estaba atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su
infancia reciente. Vencida por los oficios bárbaros de– la jornada, Eréndira no
tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y
se tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se metió en el dormitorio
como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas.
Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, empezaron a caer unas
gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y
endurecieron las cenizas humeantes de la mansión. La gente del pueblo, indios
en su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver
carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una
estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de
su fortuna.
Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado
de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas
entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.
– Mi pobre niña –suspiró–. No te alcanzará la vida para pagarme este
percance.
Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando
la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido
en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa
impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una austeridad
científica: consideró la fuerza de sus muslos, el tamaño de sus senos, el
diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su
valor.
– Todavía está muy bache –dijo entonces–, tiene teticas de perra.
Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen.
Eréndira pesaba 42 kilos.
– No vale más de cien pesos –dijo el viudo.
La abuela se escandalizó.
– ¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! –casi gritó–. No,
hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.
– Hasta ciento cincuenta –dijo el viudo.
– La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos –dijo la
abuela– A este paso le harán falta como doscientos años para pagarme.
– Por fortuna –dijo el viudo– lo único bueno que tiene es la edad.
La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras en
el techo que casi llovía adentro como fuera. La abuela se sintió sola en un
mundo de desastre.
– Suba siquiera hasta trescientos –dijo. –Doscientos cincuenta.
Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo
y algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera con
el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara para
la escuela.
– Aquí te espero –dijo la abuela.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de
ladrillos, un techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de
altura por donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas
en el borde de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez.
Colgada entre dos pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al
garete, había una hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los
ramalazos del agua se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces
de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que
sostenerse para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados.
Sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fragor
de la borrasca. A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible
y trató de escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la
muñeca y la arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la
cara y volvió a gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne
que la levantó del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo
cabello de medusa ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que
volviera a pisar la tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal,
y la inmovilizó con las rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió
el sentido, y se quedó como fascinada con las franjas de luna de un pescado que
pasó navegando en el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba
desgarrándole la ropa con zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela
en largas tiras de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el
viento. Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo
por el amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los
rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre
bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de
la cama virreinal, un ángel de guerra, el trono chamuscado, y otros chécheres inservibles.
En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los
Amadises.
La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y
respiraba mal por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de
infortunio conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y
sacos de arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo
amores de a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de
defensa fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el
método del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la
ternura.
De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada
mortal, Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto
de la carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:
– De aquí en adelante ya todo es mundo.
La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de
un pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.
– No se nota –dijo.
– Es territorio de misiones –dijo el conductor.
– A mí no me interesa la caridad sino el contrabando –dijo la abuela.
Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo
un saco de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo
collar de perlas legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos
como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:
– No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.
– ¡Cómo no –dijo la abuela–, dígamelo a mí!
– Búsquelos y verá –se burló el conductor de buen humor–. Todo el mundo habla
de ellos, pero nadie los ve.
El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se
apresuró a quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que
había decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a la
nieta para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador
con un beso apresurado pero espontáneo y cierto.
La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que
acabaron de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los
Amadises.
– Esto pesa como un muerto –rió el conductor. –Son dos –dijo la abuela–.
Así que trátelos con el debido respeto.
– Apuesto que son estatuas de marfil –rió el conductor.
Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles
chamuscados, y extendió la mano abierta frente a la abuela.
– Cincuenta pesos –dijo.
La abuela señaló al carguero.
– Ya su esclavo se pagó por la derecha.
El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal
afirmativa.
Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un
niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le
dijo entonces a la abuela:
– Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.
La niña intervino asustada. – ¡Yo no he dicho nada!
– Lo digo yo que fui el de la idea –dijo el carguero.
La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de
calcular el verdadero tamaño de sus agallas.
– Por mí no hay inconveniente –le dijo– si me pagas lo que perdí por su descuido.
Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos
veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil ochocientos
noventa y cinco.
El camión arrancó.
– Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera –dijo con
seriedad el carguero–. La niña los vale.
A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho.
–Pues vuelve cuando lo tengas, hijo –le replicó en un tono simpático–,
pero ahora vete, que si volvemos a sacar las cuentas todavía me estás debiendo
diez pesos.
El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde allí
le dijo adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que
no le correspondió
En el mismo solar baldío donde las dejó el camión, Eréndira y la abuela improvisaron
un tenderete para vivir, con láminas de cinc y restos de alfombras asiáticas.
Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la
mansión, hasta que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.
Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocupó aquella mañana de arreglar
a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que había estado
de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas y un lazo de
organza que parecía una mariposa en la cabeza.
– Te ves horrorosa –admitió– pero así es mejor: los hombres son muy
brutos en asuntos de mujeres. Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los
pasos de dos mulas en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira
se acostó en el petate como lo habría hecho una aprendiza de teatro en el
momento en que iba a abrirse el telón. Apoyada en el báculo episcopal, la
abuela abandonó el tenderete y se sentó en el trono a esperar el paso de las
mulas.
Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años, aunque
estaba envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco
de corcho, y una pistola de militar en el cinturón de cartucheras. Montaba una
buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se
amontonaban los sacos de lienzo del correo.
Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo.
Pero ella le hizo una señal para que echara una mirada dentro del tenderete. El
hombre se detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites
póstumos y un traje de cenefas moradas.
– ¿Te gusta? –preguntó la abuela.
El hombre del correo no comprendió hasta entonces lo que le estaban proponiendo.
– En ayunas no está mal –sonrió.
– Cincuenta pesos –dijo la abuela.
– ¡Hombre, lo tendrá de oro! –dijo él–. Eso es lo que me cuesta la
comida de un mes.
– No seas estreñido –dijo la abuela–. El correo aéreo tiene mejor sueldo
que un cura.
– Yo soy el correo nacional –dijo el hombre–. El correo aéreo es ése que
anda en un camioncito.
– De todos modos el amor es tan importante como la comida –dijo la
abuela.
– Pero no alimenta.
La abuela comprendió que a un hombre que vivía de las esperanzas ajenas
le sobraba demasiado tiempo para regatear.
– ¿Cuánto tienes? –le preguntó.
El correo desmontó, sacó del bolsillo unos billetes masticados y se los
mostró a la abuela. Ella los cogió todos juntos con una mano rapaz como si
fueran una pelota.
– Te lo rebajo –dijo– pero con una condición: haces correr la voz por
todas partes.
– Hasta el otro lado del mundo –dijo el hombre del correo–. Para eso
sirvo.
Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas
y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual.
Tan pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la entrada con
un tirón enérgico de la cortina corrediza.
Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron
hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los hombres
vinieron mesas de lotería y puestos de comida, y detrás de todos vino un fotógrafo
en bicicleta que instaló frente al campamento una cámara de caballete con manga
de luto, y un telón de fondo con un lago de cisnes inválidos.
La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria. Lo
único que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban
turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con
Eréndira. Al principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un buen
cliente porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue
asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran
el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y
todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo, que era oro de buena ley aunque
no brillara.
Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo
suficiente dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca
de otros lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas
angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil
con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de
ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los
petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los
restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta,
pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.
Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo
tener una visión entera del negocio.
– Si las cosas siguen así –le dijo a Eréndira– me habrás pagado la deuda
dentro de ocho años, siete meses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos
que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y
precisó:
– Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios,
y otros gastos menores.
Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo,
no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse
para no llorar.
– Tengo vidrio molido en los huesos –dijo.
– Trata de dormir.
– Sí, abuela.
Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió
caminando dormida.
Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la
polvareda del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua
fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un
corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos
bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises,
que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y
solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la
atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los
soldados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una
misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la
cabeza como si estuvieran emboscadas para un combate. El holandés preguntó en
su lengua:
– ¿Qué diablos venderán ahí?
– Una mujer –le contestó su hijo con toda naturalidad–. Se llama
Eréndira.
– ¿Cómo lo sabes?
– Todo el mundo lo sabe en el desierto –contestó Ulises.
El holandés descendió en el hotelito del pueblo.
Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios
que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió
varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras
su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola
frente a la carpa de Eréndira.
La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos
para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos
con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba
billetes en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro
de un cesto.
No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había
crecido con clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no
sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.
– No hijo –le dijo–, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres
pavoso.
El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.
– ¿Qué es eso?
– Que contagias la mala sombra –dijo la abuela–. No hay más que verte la
cara.
Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado
siguiente.
– Entra tú, dragoneante –le dijo de buen humor–. Y no te demores, que la
patria te necesita.
El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira
quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró
en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al
fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo,
estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.
– Abuela –sollozó–, me estoy muriendo.
La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató
de consolarla.
– Ya no faltan más de diez militares –dijo.
Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela
supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la
cabeza la ayudó a calmarse.
– Lo que pasa es que estás débil –le dijo–. Anda, no llores más, báñate
con agua de salvia para que se te componga la sangre.
Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el
dinero al soldado que esperaba. "Se acabó por hoy", le dijo.
"Vuelve mañana y te doy el primer lugar". Luego gritó a los de la
fila:
– Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.
Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se
les enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.
– ¡Desconsiderados! ¡Mampolones! –gritaba–. Qué se creen, que esa
criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos!
¡Apátridas de mierda!
Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella terminó
por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se
llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería. Se
disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el
espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura
irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.
– Y tú –le dijo la abuela–, ¿dónde dejaste las alas? –El que las tenía
era mi abuelo –contestó Ulises con su naturalidad–, pero nadie lo cree.
La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. "Pues yo
sí lo creo", dijo. "Tráelas puestas mañana". Entró en la tienda
y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.
Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una
combinación corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero
aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.
Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza.
Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la
cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó
por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:
– Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. "Me llamo Ulises", dijo.
Le enseñó los billetes robados y agregó:
– Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y
siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.
– Tenías que ponerte en la fila –le dijo.
– Esperé toda la noche –dijo Ulises. –Pues ahora tienes que esperarte
hasta mañana –dijo Eréndira–. Me siento como si me hubieran dado trancazos en
los riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida. –Van a hacer veinte
años que llovió la última vez –dijo–. Fue una tormenta tan terrible que la
lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y
caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa
navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa
divertida. – Tate sosiego –le dijo–. Siempre se vuelve como loca cuando está
dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa
y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
– Ven –le dijo–, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un
extremo.
Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios
tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
– Estaba loco por verte –dijo de pronto–. Todo el mundo dice que eres
muy bella, y es verdad.
– Pero me voy a morir –dijo Eréndira.
– Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino
al mar
–dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia
y aplanchada.
– No conozco el mar –dijo.
– Es como el desierto, pero con agua –dijo Ulises.
– Entonces no se puede caminar.
– Mi papá conoció un hombre que sí podía –dijo Ulises– pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir. –Si vienes mañana bien temprano
te pones en el primer puesto –dijo.
– Me voy con mi papá por la madrugada –dijo Ulises. –¿Y no vuelven a
pasar por aquí?
– Quién sabe cuándo –dijo Ulises–. Ahora pasamos por casualidad porque
nos perdimos en el camino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida. –Bueno –decidió–, dame la
plata. Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó
trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado.
Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió
su tribulación. Ella conocía ese miedo.
– ¿Es la primera vez? –le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió
distinta.
– Respira despacio –le dijo–. Así es siempre al principio, y después ni
te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando
con recursos maternos.
– ¿Cómo es que te llamas?
– Ulises.
– Es nombre de gringo –dijo Eréndira.
– No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
– Pareces todo de oro –dijo– pero hueles a flores. –Debe ser a naranjas
–dijo Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad. –Andamos con muchos pájaros
para despistar –agregó–, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando
de naranjas.
– Las naranjas no son contrabando –dijo Eréndira. –Estas sí –dijo
Ulises–. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo. –Lo que más me gusta de
ti – dijo– es la seriedad con que inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le
hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan
escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
– Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa
–dijo–. Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era
joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como veinte
carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle,
hasta que todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.
Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero
Ulises no la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad,
que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y
lo siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer. Un grupo de misioneros con
los crucifijos en alto se habían plantado hombro contra hombro en medio del desierto.
Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de cañamazo y
sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de ellos
estaba la casa de la misión, un promontorio colonial con un campanario minúsculo
sobre los muros ásperos y encalados.
El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el índice una
grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.
– No pasen esa raya –gritó.
Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un
palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el
piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del
desierto, la abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del
palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el
fotógrafo en la bicicleta.
– El desierto no es de nadie –dijo la abuela.
– Es de Dios –dijo el misionero–, y estáis violando sus santas leyes con
vuestro tráfico inmundo.
La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del
misionero, y eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su
intransigencia. Volvió a ser ella misma.
– No entiendo tus misterios, hijo. El misionero señaló a Eréndira. –Esa
criatura es menor de edad. –Pero es mi nieta. – Tanto peor –replicó el
misionero–. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que
recurrir a otros métodos.
La abuela no esperaba que llegaran a tanto.
– Está bien, aríjuna –cedió asustada–. Pero tarde o temprano pasaré, ya
lo verás.
Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y Eréndira
dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos,
reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran
seis novicias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que
parecían fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido
cubrieron a Eréndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla,
y se la llevaron envuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red
lunar.
No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta
de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más
derechos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era
ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso
desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria
en el cielo ardiente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos
eran encarnizados e inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la
abuela.
– Yo no puedo hacer nada –le explicó, cuando acabó de oírla–, los
padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña
hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.
– ¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? –preguntó la
abuela.
– Para que haga llover –dijo el alcalde.
Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió
sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.
– Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por
usted –le dijo–. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con
una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?
Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus
nalgas siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:
– Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.
El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con
lástima.
– Entonces no pierda más el tiempo, señora –dijo–. Se la llevó el
carajo.
No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la
misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en
estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la
conocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se
dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el
convento.
– Vamos a ver quién se cansa primero –dijo la abuela–, ellos o yo.
– Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan –dijo el fotógrafo–.
Yo me voy.
Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. –Para dónde vas.
– Para donde me lleve el viento –dijo el fotógrafo, y se fue–. El mundo
es grande.
La abuela suspiró.
– No tanto como tú crees, desmerecido.
Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del
convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante muchas noches
de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie salió del
convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y
allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando
en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia
invencible de un buey acostado. Una noche pasó muy cerca de ella una fila de
camiones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de
colores que les daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La abuela los
reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El
último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a
arreglar algo en la plataforma de carga.
Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada,
botas altas, dos cananas cruzadas en el
pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible,
la abuela llamó al hombre.
– ¿No sabes quién soy? –le preguntó.
El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un
instante el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el
cabello marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella
luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del
mundo.
Cuando la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca,
apagó la linterna.
– Lo único que sé con toda seguridad –dijo– es que usted no es la Virgen
de los Remedios.
– Todo lo contrario –dijo la abuela con una voz dulce–. Soy la Dama.
El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.
– ¡Cuál dama!
– La de Amadís el grande.
– Entonces no es de este mundo –dijo él, tenso–. ¿Qué es lo que quiere?
– Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija
de nuestro Amadís, que está presa en ese convento.
El hombre se sobrepuso al temor.
– Se equivocó de puerta –dijo–. Si cree que somos capaces de
atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció
siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute. Esa
madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó rumiando, envuelta
en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria,
y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estuviera despierta, y tenía
que apretarse el corazón con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una
casa de mar con grandes flores coloradas donde había sido feliz. Así se mantuvo
hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en
las ventanas y el desierto se saturó del olor a pan caliente de los maitines.
Sólo entonces se abandonó al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira
se había levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.
Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento.
Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la cabeza
como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo de las reclusas y le
entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaños
de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de mula, porque
había un subir y bajar incesante de misioneros embarcados y novicias de carga,
pero Eréndira lo sintió como un domingo de todos los días después de la galera
mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues
aquel convento no estaba consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el
desierto. Eréndira había visto a las novicias indígenas desbravando las vacas a
pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las
tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las
había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe,
irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con
azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el
infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a
una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo
cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo,
hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una
de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de
sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas
tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios
bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la
misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo
otras formas de belleza y de horror que nunca había imaginado en el mundo
estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces ni las más persuasivas
habían logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una
mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que
parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro,
se asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ventanas grandes por
donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de
junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes,
tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó la música
sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer.
Después del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto,
esperó a que todas las novicias acabaran de subir y bajar, se quedó sola, donde
nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el
convento.
– Soy feliz –dijo.
De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Eréndira escapara
para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna
determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros
rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas encinta para casarlas, Iban
hasta las rancherías más olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro
hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla.
Lo más difícil de aquella cacería de indios era convencer a las mujeres,
que se defendían de la gracia divina con el argumento verídico de que los
hombres se sentían con derecho a exigirles a las esposas legítimas un trabajo
más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los
chinchorros.
Había que seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad
de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos áspera,
pero hasta las más retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de
oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la aceptación de la mujer,
los sacaban a culatazos de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la
plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.
Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito
cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el
propio domingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los repiques de las campanas,
y vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que
entre las muchedumbres había mujeres encinta con velos y coronas de novia,
llevando del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legítimos en la
boda colectiva.
Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de
pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la
mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.
– Dime una cosa, hijo –le preguntó con su voz más tersa–. ¿Qué vas a
hacer tú en esa cumbiamba?
El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo
cerrar la boca por sus dientes de burro. –Es que los padrecitos me van a hacer
la primera comunión –dijo.
– ¿Cuánto te pagaron?
– Cinco pesos.
La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho
miró asombrado.
– Yo te voy a dar veinte –dijo la abuela–. Pero no para que hagas la
primera comunión, sino para que te cases.
– ¿Y eso con quién?
– Con mi nieta.
Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de
reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al
menos cómo se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó con
una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la
peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de
la Epístola de San Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil, porque
los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda
imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para mantenerla en el
convento. Sin embargo, al término de la ceremonia, y en presencia del Prefecto
Apostólico, del alcalde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo
reciente y de su abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el
hechizo que la había dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál
era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de
vacilación.
– Me quiero ir –dijo. Y aclaró, señalando al esposo–: Pero no me voy con
él sino con mi abuela.
Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la
plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras
podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que
renunció a su propósito, al menos por aquel día, y se quedó de mala gana
ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos.
La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con
techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande
montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de
Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas
en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía
los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más
esquivos del naranjal.
Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba
vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos
de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le
pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto
como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple
travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también
la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y
cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua
guajira:
– ¿Desde cuándo te sucede?
– Desde que vinimos del desierto –dijo Ulises, también en guajiro–. Es
sólo con las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y
todos cambiaron de colores diferentes.
– Esas cosas sólo sucedería por amor –dijo la madre–. ¿Quién es?
Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en
ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.
– ¿De qué hablan? –le preguntó a Ulises en holandés. –De nada especial –
contestó Ulises.
La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la
casa, le preguntó al hijo en guajiro:
– ¿Qué te dijo?
– Nada especial –dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver
por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas
con Ulises, y entonces insistió:
– Dime quién es.
– No es nadie –dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su
padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de
caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a
su padre, su madre lo vigilaba a él.
– Hace mucho tiempo que no comes pan –observó ella.
– No me gusta.
El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita.
"Mentira", dijo.
"Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer
pan". Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.
– Más vale que me digas quién es –dijo–, o te doy a la fuerza unos baños
de purificación. En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso
dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó
entonces de la ventana y le replicó a su madre con impaciencia.
– Ya te dije que no es nadie –dijo–. Si no me crees, pregúntaselo a mi
papá.
El holandés apareció en la puerta de la oficina encendiendo la pipa de navegante,
y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en castellano:
– ¿A quién conocieron en el desierto?
– A nadie –le contestó su marido, un poco en las nubes–. Si no me crees,
pregúntaselo a Ulises.
Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó
la carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante
casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.
A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir.
Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los
recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para decidir.
Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y
las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la
camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas
maduras que no había podido robarse en la tarde.
Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por
pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón.
Por fin le informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del senador
Onésimo
Sánchez, y que éste debía de estar aquel día en la Nueva Castilla. No lo
encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no andaba con él,
pues la abuela había conseguido que el senador avalara su moralidad con una
carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas
del desierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y
éste le indicó la dirección que buscaba.
– Van para el mar –le dijo–. Y apúrate, que la intención de la jodida
vieja es pasarse para la isla de Aruba.
En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia y
percudida que la abuela le había comprado a un circo en derrota. El fotógrafo
errante había vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan
grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos.
Una banda dechupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un valse
taciturno.
Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la
atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la
abuela había recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en
su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de
peltre con patas de león. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira
estaba desnuda y plácida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada
de la carpa.
Dormía con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las
naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó
la mano frente a sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para
pensar en ella:
– Arídnere.
Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido
sordo y se cubrió con la sábana hasta la cabeza.
– No me mires –dijo–. Estoy horrible.
– Estás toda color de naranja –dijo Ulises.
Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara.
- Mira.
Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas
tenían su color.
– Ahora no quiero que te quedes –dijo.
– Sólo entré para mostrarte esto –dijo Ulises–. Fíjate.
Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le
mostró a
Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un
diamante legítimo.
– Estas son las naranjas que llevamos a la frontera –dijo.
– ¡Pero son naranjas vivas! –exclamó Eréndira.
– Claro –sonrió Ulises–. Las siembra mi papá.
Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante con
los dedos y lo contempló asombrada.
– Con tres así le damos la vuelta al mundo –dijo Ulises–.
Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises
insistió.
– Además, tengo una camioneta –dijo–. Y además... ¡Mira!
Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.
– No puedo irme antes de diez años –dijo Eréndira. –Te irás –dijo
Ulises–. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera,
cantando como la lechuza.
Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de
Eréndira sonrieron por primera vez.
– Es mi abuela –dijo.
– ¿La lechuza?
– La ballena.
Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.
– Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.
– No hay que decirle nada.
– De todos modos lo sabrá –dijo Eréndira–: ella sueña las cosas.
– Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la
frontera.
Pasaremos como los contrabandistas... –dijo Ulises.
Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido
de los disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí
ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises, conmovido,
murmuró:
– Mañana veremos pasar los buques.
Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a la
abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa
estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de
su sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que tenía a su alcance,
y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.
– Aquí tienes –le dio–: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida,
menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas,
son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.
El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.
– Gracias, blanca.
El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el
cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar
el fuelle de la cámara con pegotes de gutapercha.
– En qué quedamos –le dijo– ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la
música?
El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.
– La música no sale en los retratos.
– Pero despierta en la gente las ganas de retratarse –replicó la abuela.
– Al contrario –dijo el fotógrafo–, les recuerda a los muertos, y luego
salen en los retratos con los ojos cerrados.
El director de la charanga intervino.
– Lo que hace cerrar los ojos no es la música –dijo–, son los relámpagos
de retratar de noche.
– Es la música –insistió el fotógrafo.
La abuela le puso término a la disputa. "No seas truñuño", le
dijo al– fotógrafo.
"Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias
a los músicos que lleva." Luego, de un modo duro, concluyó:
– De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu
destino.
No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los
gastos.
– Sigo solo mi destino –dijo el fotógrafo–. Al fin y al cabo, yo lo que
soy es un artista.
La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un
mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.
– Doscientos cincuenta y cuatro piezas –le dijo– a cincuenta centavos
cada una, más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos
cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.
El músico no recibió el dinero.
– Son ciento ochenta y dos con cuarenta –dijo–. Los valses son más
caros,
– ¿Y eso por qué?
– Porque son más tristes –dijo el músico.
La abuela lo obligó a que cogiera el dinero,
– Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qué te
debo, y quedamos en paz.
El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas
mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a
punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó
en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca
del dinero y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor
de la manó cuando le entregó la llave. "No te asustes", –le dijo–.
"Siempre hay lechuzas en las noches de viento". Sin embargo no dio
muestras de igual convicción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a
cuestas.
– Si quieres, quédate hasta mañana –le dijo–, la muerte anda suelta esta
noche.
También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza pero no cambió de
parecer.
– Quédate, hijo –insistió la abuela– aunque sea por el cariño que te
tengo.
– Pero no pago la música –dijo el fotógrafo.
– Ah, no –dijo la abuela–. Eso no.
– ¿Ya ve? –dijo el fotógrafo–. Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
– Entonces lárgate –dijo–. ¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras
Eréndira la ayudaba a acostarse. "Hijo de mala madre", rezongaba.
"Qué sabrá ese bastardo del corazón ajeno". Eréndira no le puso
atención, pues la lechuza la solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del
viento, y estaba atormentada por la incertidumbre.
La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la
mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y
volvió a respirar sus aires estériles.
– Tienes que madrugar –dijo entonces–, para que me hiervas la infusión
del baño antes de que llegue la gente.
– Sí, abuela.
– Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así
tendremos algo más que descontarles la semana entrante.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
– Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el día
más largo de la semana.
– Sí, abuela.
– Y le pones su alimento al avestruz.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de altar
frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden
atrasada.
– No se te olvide prender las velas de los Amadises. –Sí, abuela.
Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a
delirar.
Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez
había reconocido el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió
a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el
hechizo de la abuela.
No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo
que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa
cómplice la tranquilizó.
– Yo no sé nada –dijo el fotógrafo–, no he visto nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces hacia
el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento
donde cantaba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrió de inmediato a la autoridad civil. El
comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando
ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en
la puerta.
– Cómo carajo quiere que la lea –gritó el comandante– si no sé leer.
– Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez –dijo la
abuela.
Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca del chinchorro
y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después estaban todos
dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un viento
contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto
al conductor, viajaba el comandante. Detrás estaba el holandés con la abuela, y
en cada estribo iba un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con
lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga
levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de guerra.
El comandante le preguntó al conductor del primer camión a qué distancia había
encontrado una camioneta de granja cargada de pájaros.
El conductor arrancó antes de contestar.
– Nosotros no somos chivatos –dijo indignado–, somos contrabandistas.
El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de
las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.
– Por lo menos –les gritó– tengan la vergüenza de no circular a pleno
sol.
El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en
ti Eréndira.
El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el
Norte, y el sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el
calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.
La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo
sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un
pañuelo amarrado en la cabeza.
– Ahí está –lo señaló– ése fue el cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera
cargo del fotógrafo.
– Agárralo y nos esperas aquí –le dijo–. Ya volvemos.
El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El
fotógrafo no lo oyó por el viento contrario. Cuando la camioneta se le adelantó,
la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un saludo,
sonrió, v le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el
aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de
rifle que nunca supo de dónde le vino.
Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y
eran plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las de sus
pájaros desplomados por el viento. El conductor corrigió el rumbo, hundió a fondo
el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.
Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el espejo retrovisor,
hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más.
Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed. Eréndira,
que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que estaba
a punto de alcanzarlos y con una determinación cándida cogió la pistola de la
guantera.
– No sirve –dijo Ulises–. Era de Francis Drake.
La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar
se le adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplomados por
el viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.
Las conocí por esa época, que fue la de más grande esplendor, aunque no había
de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años después, cuando Rafael
Escalona reveló en una canción el desenlace terrible del drama y me pareció que
era bueno para contarlo. Yo andaba vendiendo enciclopedias y libros de medicina
por la provincia de Riohacha. Álvaro Cepeda Samudio, que andaba también por
esos rumbos vendiendo máquinas de cerveza helada, me llevó en su camioneta por
los pueblos del desierto con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y
hablamos tanto de nada y tomamos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por
dónde atravesamos el desierto entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba
la carpa del amor errante, bajo los lienzos de letreros colgados: Eréndira es
mejor Vaya y vuelva Eréndira lo espera Esto no es vida sin Eréndira. La fila
interminable y ondulante, compuesta por hombres de razas diversas, parecía una
serpiente de vértebras humanas que dormitaba a través de solares y plazas, por
entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de
aquella ciudad fragoroso de traficantes de paso. Cada calle era un garito
público, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las
numerosas músicas indescifrables y los pregones gritados formaban un solo
estruendo de pánico en el calor alucinante.
Entre la muchedumbre de apátridas y vividores estaba Blacamán, el bueno,
trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne propia
un antídoto de su invención. Estaba la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres, que por cincuenta centavos se dejaba tocar para que
vieran que no había engaño y contestaba las preguntas que quisieran hacerle
sobre su desventura. Estaba un enviado de la vida eterna que anunciaba la
venida inminente del pavoroso murciélago sideral, cuyo ardiente resuello de
azufre había de trastornar el orden de la naturaleza, y haría salir a flote los
misterios del mar.
El único remanso de sosiego era el barrio de tolerancia, a donde sólo
llegaban los rescoldos del fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro
cuadrantes de la rosa náutica bostezaban de tedio en los abandonados salones de
baile. Habían hecho la siesta sentadas, sin que nadie las despertara para
quererlas, y seguían esperando al murciélago sideral bajo los ventiladores de
aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se levantó, y fue
a una galería de trinitarias que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila
de los pretendientes de Eréndira.
– A ver –les gritó la mujer–. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?
– Una carta de un senador –gritó alguien.
Atraídas por los gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la
galería.
– Hace días que esa cola está así –dijo una de ellas–. Imagínate, a
cincuenta pesos cada uno. La que había salido primero decidió:
– Pues yo me voy a ver qué es lo que tiene de oro ese sietemesino.
– Yo también –dijo otra–. Será mejor que estar aquí calentando gratis el
asiento.
En el camino, se incorporaron otras, y cuando llegaron a la tienda de
Eréndira habían integrado una comparsa bulliciosa. Entraron sin anunciarse,
espantaron a golpes de almohadas al hombre que encontraron gastándose lo mejor
que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de Eréndira y la
sacaron en andas a la calle.
– Esto es un atropello –gritaba la abuela–. ¡Cáfila de desleales!
¡Montoneras! –Y luego, contra los hombres de la fila–: y ustedes, pollerones,
dónde tienen las criadillas que permiten este abuso contra una pobre criatura
indefensa. ¡Maricas!
Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repartiendo tramojazos de
báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible
entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.
Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de
perro con que la abuela la encadenaba de un travesaño de la cama desde que
trató de fugarse. Pero no le hicieron ningún daño. La mostraron en su altar de marquesina
por las calles de más estrépito, como el paso alegórico de la penitente
encadenada, y al final la pusieron en cámara ardiente en el centro de la plaza
mayor. Eréndira estaba enroscada, con la cara escondida pero sin llorar, y así
permaneció en el sol terrible de la plaza, mordiendo de vergüenza y de rabia la
cadena de perro de su mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de
taparla con una camisa.
Esa fue la única vez que las vi, pero supe que habían permanecido en
aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pública hasta que
reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia
el rumbo del mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de
pobres. Era un desfile de carretas tiradas por bueyes, sobre las cuales se
amontonaban algunas réplicas de pacotilla de la palafernalia extinguida con el
desastre de la mansión, y no sólo los bustos imperiales y los relojes raros,
sino también un plano de ocasión y una vitrola de manigueta con los discos de
la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una banda de
músicos anunciaba en los pueblos su llegada triunfal,
La abuela viajaba en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los cereales
de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño monumental
había aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco
De lona de velero, en el cual se metía los lingotes de oro como se meten
las balas en un cinturón de cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, vestida
de géneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de
perro en el tobillo.
– No te puedes quejar –le había dicho la abuela al salir de la ciudad
fronteriza–.
Tienes ropas de reina, una cama de lujo, una banda de música propia, y
catorce indios a tu servicio. ¿No te parece espléndido?
– Sí, abuela.
– Cuando yo te falte –prosiguió la abuela–, no quedarás a merced de los
hombres, porque tendrás tu casa propia en una ciudad de importancia. Serás
libre y feliz.
Era una visión nueva e imprevista del porvenir. En cambio no había
vuelto a hablar de la deuda de origen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos
plazos aumentaban a medida que se hacían más intrincadas las cuestas del
negocio.
Sin embargo, Eréndira no emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su pensamiento.
Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el
sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco,
mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando
en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un
viento de laureles antiguos, y escucharon piltrafas de diálogos de Jamaica, y
sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazón, y era que habían
llegado al mar.
– Ahí lo tienes –dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe
al cabo de media vida de destierro–. ¿No te gusta?
– Sí, abuela.
Allí plantaron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a
veces confundía sus nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmió hasta
más tarde que de costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar. Sin
embargo, cuando Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle pronósticos sobre
el futuro, y era una clarividencia tan febril que parecía un delirio de
vigilia.
– Serás una dueña señorial –le dijo–. Una dama de alcurnia, venerada por
tus protegidas, y complacida y honrada por las más altas autoridades. Los
capitanes de los buques te mandarán postales desde todos los puertos del mundo.
Eréndira no la escuchaba. El agua tibia perfumada de orégano chorreaba
en la bañera por un canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con
Una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la
abuela con una mano mientras la jabonaba con la otra.
– El prestigio de tu casa volará de boca en boca desde el cordón de las
Antillas hasta los reinos de Holanda –decía la abuela–. Y ha de ser más
importante que la casa presidencial, porque en ella se discutirán los asuntos
del gobierno y se arreglará el destino de la nación.
De pronto, el agua se extinguió en el canal. Eréndira salió de la carpa
para averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el
canal estaba cortando leña en la cocina.
– Se acabó –dijo el indio–. Hay que enfriar más agua.
Eréndira fue hasta la hornilla donde había otra olla grande con hojas
aromáticas hervidas. Se envolvió las manos en un trapo, y comprobó que podía
levantar la olla sin ayuda del indio.
– Vete –le dijo–. Yo echo el agua.
Esperó hasta que el indio saliera de la cocina. Entonces quitó del fuego
la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y ya
iba a echar el agua mortífera en el conducto de la bañera cuando la abuela
gritó en el interior de la carpa:
– ¡Eréndira!
Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se
arrepintió en el instante final.
– Ya voy, abuela –dijo–. Estoy enfriando el agua.
Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela
cantaba dormida con el chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con
unos ojos intensos que parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó como un
ahogado, con los brazos en el pecho y los Ojos abiertos, y llamó con toda la fuerza
de su voz interior:
– Ulises.
Ulises despertó de golpe en la casa del naranjal. Había oído la voz de
Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras del cuarto. Al cabo de
un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandonó
el dormitorio. Había atravesado la terraza cuando lo sorprendió la voz de su
padre:
– Para dónde vas.
Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.
– Para el mundo –contestó.
– Esta vez no te lo voy a impedir –dijo el holandés–. Pero te advierto
una cosa: a dondequiera que vayas te perseguirá la maldición de tu padre.
– Así sea –dijo Ulises.
Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la resolución del hijo, el
holandés lo siguió por el naranjal enlunado con una mirada que poco a poco
empezaba a sonreír. Su mujer estaba a sus espaldas con su modo de estar de
india hermosa. El holandés habló cuando Ulises cerró el portal.
– Ya volverá –dijo– apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.
– Eres muy bruto –suspiró ella–. No volverá nunca.
En esa ocasión, Ulises no tuvo que preguntarle a nadie por el rumbo de
Eréndira. Atravesó el desierto escondido en camiones de paso, robando
para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del riesgo,
hasta que encontró la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se veían los edificios
de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los adioses nocturnos de
los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba dormida,
encadenada al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la deriva, en que
lo había llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo rato sin
despertarla, pero la contempló con tanta intensidad que Eréndira despertó.
Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin prisa, se
desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recóndita que
se parecieron más que nunca al amor.
En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta
monumental y empezó a delirar.
– Eso fue por los tiempos en que llegó el barco griego –dijo–. Era una
tripulación de locos que hacían felices a las mujeres y no les pagaban con
dinero sino con esponjas, unas esponjas vivas que después andaban caminando por
dentro de las casas, gimiendo como enfermos de hospital y haciendo llorar a los
niños para beberse las lágrimas.
Se incorporó con un movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.
– Entonces fue cuando llegó él, Dios mío –gritó–, más fuerte, más grande
y mucho más hombre que Amadís.
Ulises, que hasta entonces no había prestado atención al delirio, trató
de esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo
tranquilizó.
– Estate quieto –le dijo–. Siempre que llega a esa parte se sienta en la
cama, pero no despierta.
Ulises se acostó en su hombro.
– Yo estaba esa noche cantando con los marineros y pensé que era un
temblor de tierra –continuó la abuela–. Todos debieron pensar lo mismo, porque
huyeron dando gritos, muertos de risa, y sólo quedó él bajo el cobertizo de
astromelias.
Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo estaba cantando la canción que
todos cantaban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.
Sin son ni ton, como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las
líneas de su amargura:
Señor, Señor, devuélveme mi antigua inocencia para gozar su amor otra
vez desde el principio Sólo entonces se interesó Ulises en la nostalgia de la
abuela.
– Ahí estaba él –decía– con una guacamayo en el hombro y un trabuco de
matar caníbales como llegó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento de
muerte cuando se plantó en frente de mí, y me dijo: le he dado mil veces la
vuelta al mundo y he visto a todas las mujeres de todas las naciones, así que
tengo autoridad para decirte que eres la más altiva y la más servicial, la más
hermosa de la tierra.
Se acostó de nuevo y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira
permanecieron un largo rato en silencio, mecidos en la penumbra por la
respiración descomunal de la anciana dormida. De pronto, Eréndira preguntó sin
un quebranto mínimo en la voz:
– ¿Te atreverías a matarla?
Tomado de sorpresa, Ulises no supo qué contestar. –Quién sabe –dijo–.
¿Tú te atreves?
– Yo no puedo –dijo Eréndira–, porque es mi abuela.
Entonces Ulises observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo
su cantidad de vida, y decidió: –Por ti soy capaz de todo.
Ulises compró una libra de veneno para ratas, la revolvió con nata de
leche y mermelada de frambuesa, y vertió aquella crema mortal dentro de un
pastel al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso encima una
crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro
de la maniobra siniestra y completó el engaño con setenta y dos velitas
rosadas.
La abuela se incorporó en el trono blandiendo el báculo amenazador
cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta,
– Descarado –gritó–. ¡Cómo te atreves a poner los pies en esta casa!
Ulises se escondió detrás de su cara de ángel.
– Vengo a pedirle perdón –dijo–, hoy día de su cumpleaños.
Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como para
una cena de bodas. Sentó a Ulises a su diestra, mientras Eréndira les servía, y
después de apagar las velas con un soplo arrasador cortó el pastel en partes iguales.
Le sirvió a Ulises.
– Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo
–dijo–
Te dejo el primer pedazo que es el de la felicidad.
– No me gusta el dulce –dijo él. Que le aproveche.
La abuela le ofreció a Eréndira otro pedazo de pastel. Ella se lo llevó
a la cocina lo tiró en la caja de la basura.
La abuela se comió sola todo el resto. Se metía los pedazos enteros en
la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises
desde el limbo de su placer. Cuando no hubo más en su plato se comió también el
que
Ulises había despreciado. Mientras masticaba el último trozo, recogía
con los dedos y se metía en la boca las migajas del mantel.
Había comido arsénico como para exterminar una generación de ratas. Sin embargo,
tocó el piano y cantó hasta la media noche, se acostó feliz, y consiguió un
sueño natural. El único signo nuevo fue un rastro pedregoso en su respiración.
Eréndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y sólo esperaban su
estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empezó a delirar.
– ¡Me volvió loca, Dios mío, me volvió loca! –gritó–. Yo ponía dos
trancas en el dormitorio para que no entrara, ponía el tocador y la mesa contra
la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que él diera un golpecito
con el anillo para que los parapetos se desbarataran, las sillas se bajaban
solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las trancas se
salían solas de las argollas.
Eréndira y Ulises la contemplaban con un asombro creciente, a medida que
el delirio se volvía más profundo y dramático, y la voz más íntima.
– Yo sentía que me iba a morir, empapada en sudor de miedo, suplicando
por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que él entrara sin entrar, que
no se fuera nunca pero que tampoco volviera jamás, para no tener que matarlo.
Siguió recapitulando su drama durante varias horas, hasta en sus
detalles más ínfimos, como si lo hubiera vuelto a vivir en el sueño. Poco antes
del amanecer se revolvió en la cama con un movimiento de acomodación sísmica y
la voz se le quebró con la inminencia de los sollozos.
– Yo lo previne, y se rió –gritaba–, lo volví a prevenir y volvió a
reírse, hasta que abrió los ojos aterrados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina!, y
la voz no le salió por la boca sino por la cuchillada de la garganta.
Ulises, espantado con la tremenda evocación de la abuela, se agarró de
la mano de Eréndira.
– ¡Vieja asesina! –exclamó.
Eréndira no le prestó atención, porque en ese instante empezó a
despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.
– ¡Vete! –dijo Eréndira–. Ya va a despertar.
– Está más viva que un elefante –exclamó Ulises–. ¡No puede ser!,
Eréndira lo atravesó con una mirada mortal.
– Lo que pasa –dijo– es que tú no sirves ni para matar a nadie.
Ulises se impresionó tanto con la crudeza del reproche, que se evadió de
la carpa. Eréndira continuó observando a la abuela dormida, con su odio
secreto, con la rabia de la frustración, a medida que se alzaba el amanecer y e
iba despertando el aire de los pájaros. Entonces la abuela abrió los Ojos y la
miró con una sonrisa plácida.
– Dios te salve, hija.
El único cambio notable fue un principio de desorden en las normas
cotidianas.
Era miércoles, pero la abuela quiso ponerse un traje de domingo, decidió
que
Eréndira no recibiera ningún cliente antes de las once, y le pidió que
le pintara las uñas de color granate y le hiciera un peinado de pontifical.
– Nunca había tenido tantas ganas de retratarme –exclamó.
Eréndira empezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se
quedó entre los dientes un mazo de cabellos. Se lo mostró asustada a la abuela.
Ella lo examinó, trató de arrancarse otro mechón con los dedos, y otro arbusto
de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró al suelo y probó otra vez, y se
arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a arrancarse el cabello con las
dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados en el aire con un júbilo incomprensible,
hasta que la cabeza le quedó como un coco pelado.
Eréndira no volvió a tener noticias de Ulises hasta dos semanas más
tarde, cuando percibió fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela
había empezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no se
daba cuenta de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plumas radiantes.
Eréndira acudió al llamado y sólo entonces descubrió la mecha de
detonante que salía de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza y
se perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió junto
a él entre los arbustos, y ambos vieron con el corazón oprimido la llamita azul
que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio oscuro y penetró en
la carpa.
– Tápate los oídos –dijo Ulises.
Ambos lo hicieron, sin que hiciera falta, porque no hubo explosión. La
tienda se iluminó por dentro con una deflagración radiante, estalló en silencio,
y desapareció en una tromba de humo de pólvora mojada. Cuando Eréndira se atrevió
a entrar, creyendo que la abuela estaba muerta, la encontró con la peluca
chamuscada y la camisa en piltrafas, pero más viva que nunca, tratando de
sofocar el fuego con una manta.
Ulises se escabulló al amparo de la gritería de los indios que no sabían
qué hacer, confundidos por las órdenes contradictorias de la abuela. Cuando lograron
por fin dominar las llamas y disipar el humo, se encontraron con una visión de
naufragio.
– Parece cosa del maligno –dijo la abuela–. Los pianos no estallan por casualidad.
Hizo toda clase de conjeturas para establecer las causas del nuevo
desastre, pero las evasivas de Eréndira, y su actitud impávida, acabaron de
confundirla.
No encontró una mínima fisura en la conducta de la nieta, ni se acordó
de la existencia de Ulises. Estuvo despierta hasta la madrugada, hilando
suposiciones y haciendo cálculos de las pérdidas. Durmió poco y mal. A la
mañana siguiente, cuando Eréndira le quitó el chaleco de las barras de oro le
encontró ampollas de fuego en los hombros, y el pecho en carne viva. "Con
razón que dormí dando vueltas", dijo, mientras Eréndira le echaba claras
de huevo en las quemaduras.
"Y además, tuve un sueño raro." Hizo un esfuerzo de concentración,
para evocar la imagen, hasta que la tuvo tan nítida en la memoria como en el
sueño.
– Era un pavorreal en una hamaca blanca –dijo.
Eréndira se sorprendió, pero rehizo de inmediato su expresión cotidiana.
– Es un buen anuncio –mintió–. Los pavorreales de los sueños son
animales de larga vida.
– Dios te oiga –dijo la abuela–, porque estamos otra vez como al
principio. Hay que empezar de nuevo.
Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el platón de las compresas,
y dejó a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el cráneo
embadurnado de mostaza. Estaba echando más claras de huevo en el platón, bajo
el cobertizo de palmas que servía de cocina, cuando vio aparecer los Ojos de
Ulises por detrás del fogón como lo vio la primera vez detrás de su cama. No se
sorprendió, sino que le dijo con una voz de cansancio:
– Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.
Los Ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Permaneció inmóvil, mirando
a
Eréndira en silencio, viéndola partir los huevos con una expresión fija,
de absoluto desprecio, como si él no existiera. Al cabo de un momento, los ojos
se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras
de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorporó, siempre
sin decir nada, y entró bajo el cobertizo y descolgó el cuchillo.
Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el momento en que Ulises
abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:
– Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muerte. Soñó con un pavorreal en
una hamaca blanca.
La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo
esfuerzo se incorporó sin ayuda del báculo y levantó los brazos.
– ¡Muchacho! –gritó–. Te volviste loco.
Ulises le saltó encima y le dio una cuchillada certera en el pecho
desnudo. La abuela lanzó un gemido, se le echó encima y trató de estrangularlo
con sus potentes brazos de oso.
– Hijo de puta –gruñó–. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara de
ángel traidor.
No pudo decir nada más porque Ulises logró liberar la mano con el
cuchillo y le asestó una segunda cuchillada en el costado. La abuela soltó un
gemido recóndito y abrazó con más fuerza al agresor. Ulises asestó un tercer
golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presión le salpicó la
cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de menta.
Eréndira apareció en la entrada con el platón en la mano, y observó la lucha
con una impavidez criminal. Grande, monolítica, gruñendo de dolor y de rabia,
la abuela se aferró al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus piernas, hasta su
cráneo pelado estaban verdes de sangre. La enorme respiración de fuelle,
trastornada por los primeros estertores, ocupaba todo el ámbito. Ulises logró
liberar otra vez el brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y una explosión
de sangre lo empapó de verde hasta los pies.
La abuela trató de alcanzar el aire que ya le hacía falta para vivir, y
se derrumbó de bruces. Ulises se soltó de los brazos exhaustos y sin darse un
instante de tregua le asestó al vasto cuerpo caído la cuchillada final.
Eréndira puso entonces el platón en una mesa, se inclinó sobre la
abuela, escudriñándole sin tocarla, y cuando se convenció de que estaba muerta
su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no le habían dado
sus veinte años de infortunio. Con movimientos rápidos y precisos, cogió el chaleco
de oro y salió de la carpa.
Ulises permaneció sentado junto al cadáver, agotado por la lucha, y
cuanto más trataba de limpiarse la cara más se la embadurnaba de aquella materia
verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira
con el chaleco de oro tomó conciencia de su estado.
La llamó a gritos, pero no recibió ninguna respuesta. Se arrastró hasta
la entrada de la carpa, y vio que Eréndira empezaba a correr por la orilla del
mar en dirección opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un último esfuerzo
para perseguirla, llamándola con unos gritos desgarrados que ya no eran de
amante sino de hijo, pero lo venció el terrible agotamiento de haber matado a
una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado boca
bajo en la playa, llorando de soledad y de miedo.
Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que
un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver
la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de
talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales
del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de
oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás
se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo
de su desgracia.
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